LOS PIES EN EL AGUA
De aquel día recuerdo todo. El sonido del río, el sol fuerte sobre nuestras cabezas. Mi hermano saltando una y otra vez desde las rocas, todo.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces y ni tan siquiera estuve aquel día aunque me acuerde del paisaje, del camino que bordea el río y del aplastante silencio continuamente roto por los saltos de agua y por las risas de mis hermanos. Mi madre tampoco estuvo y se acuerda de cómo los peces se acercaban a los pies de Cristina, entonces muy niña y se los picoteaban suavemente.
En casa, a veces, cuando nos enzarzamos en esas acaloradas y pesadas discusiones familiares que se alargan interminablemente, si alguien menciona la concentración con la que miraba a los peces o con qué quietud les dejaba acercarse, todo vuelve a la calma: el sol intenso de aquel día de nuevo nos quema la piel y el campo de almendros que rodea una parte del río surge delante mío y pienso si estarán verdes las almendras.
Los años pasan y se pierden muchas cosas. Se pierden amigos, se pierde al padre, la tragedía si no te toca, te roza, alguien pierde la cabeza, tanto es así que lo del "paraíso perdido" queda un tanto diluido, pero no echo en falta su perdida porque el saber no sólo es mejor que la ignorancia sino que incluso, es mucho mejor que la inocencia, y veo los pies de mi hermana en el agua que la fotografía me recuerda y ya cuando trabajo, no añoro la realidad ni la complacencia de su belleza, acepto la aridez de lo abstracto y agradezco no ya al arte del siglo XX el haberme permitido serlo sino a esos pueblos profundamente geométricos que, como los pies de mi hermana en el agua se vacían de contenido y llenan de libertad al que los contempla.