LAS TRES AVENTURAS DE TERESA LANCETA
FRANCISCO RIVAS
Madrid, verano de 1989
I. Cuestión de valor
¿Cuál será el destino de nosotras las anticuadas?" . (Irma Serrano, "La Tigresa": "A calzón amarrado", Grupo Edit. Sayrols, México D.F., 1978).
¿Anticuada la Tigresa? ¿Anticuada esa mujer alucinante, la intérprete de las más desvergonzadas rancheras, actriz sin par y sin pelos en la lengua que hizo temblar los cimientos más firmes de un país, como Méjico, a prueba de terremotos y escándalos? Algunos aún sienten escalofríos cuando recuerdan la mañana que la Tigresa, al frente de sus mariachis, se plantó bajo el balcón de la alcoba del presidente de la República, -el día de la onomástica del Gusano Mayor, mote que ella misma le había endilgado-, y le cantó a voz en grito un corrido compuesto para la ocasión que pronto se haría famoso: "Yo trataba a un casado/pero ya se me acabó..." En una sociedad que ha perdido la vergüenza, el ejercicio público y astuto de la desvergüenza puede ser un purgante moral de alta graduación. Los excesos de la Tigresa no eran sólo pruebas de su extravagancia, acreditaban también un humor corrosivo y gran valor. Cuando en nombre del progreso se institucionaliza el pillaje y la hipocresía, declararme anticuada es casi un deber patriótico.
Suscitar el recuerdo de la Tigresa para introducir unas reflexiones sobre el trabajo de Teresa Lanceta es otra extravagancia. Igual que la mejicana, también la española a lo largo de su trayectoria ha acreditado un valor admirable. Valor, en su caso, para circular en solitario por caminos de la geografía artística poco o nada frecuentados en la actualidad, para desarrollar una obra a contracorriente, difícil de encajar en los moldes y clasificaciones al uso. Valor, sobre todo, para urdir una trama tan apretada entre vida y obra que sólo puede haber sido entretejida con los invisibles nudos del corazón.
Tres han sido, en mi opinión, las experiencias fundamentales sobre las que Teresa Lanceta ha ido tensando a lo largo de 15 años los fundamentos de su trabajo. Digo experiencias, pero también podría decir aventuras, pues, en los tres casos ha debido aventurarse en mundos muy diferentes al suyo y muy dispares entre si: el de los gitanos, el de las tribus norteafricanas del Medio Atlas y el de los artistas modernos. Frecuentaciones provechosas, cada una en su estilo, donde ha puesto a prueba el calibre de su determinación, además de nutrirse con materiales y sensaciones cuyo arte combinatoria constituye hoy su mayor patrimonio.
II. El arte según los gitanos
"Manto de rey es mi capa y corona mi sombrero
mientras que las leyes me las de yo primero".
(Popular)
En la transición de los años, sesenta a los setenta algunos de los poblados gitanos de más solera en la periferia de Barcelona cayeron víctimas de la piqueta. Tal fue el caso del Somorrostro, nombre de leyenda cuyo recuerdo ha quedado unido para siempre al de Los Tarantas, la irrepetible película de Rovira Veleta donde una sobrecogedora Carmen Amaya, cumplido ejemplo de artista gitana de talla universal, a la que la vida ya se le escapaba por los cuatro costados, aun era capaz de romperle el alma al más templado con solo repiquetear los nudillos sobre una mesa.
Algunos gitanos jóvenes decidieron probar fortuna en el centro urbano y sentaron sus reales en los aledaños de la Plaza Real. Ahí los conoció Teresa Lanceta, por aquel entonces estudiante de Historia Moderna que hacía sus primeros pinitos con la pintura y el telar y, de vez en cuando, perdía el sueño por culpa del Blanco sobre blanco de Malevich. Para integrarse en un mundo tan cerrado y absorbente como el gitano hay que estar hecho de una fibra muy especial.
Los gitanos son, como se sabe, una raza cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Un pueblo hermético, errante, apegado a sus ritos y tradiciones milenarias, conjurado en la defensa de su pureza. Poseen su propio sentido de la moral, se rigen por una Ley con mayúscula que nunca se ha puesto por escrito. A lo largo de los siglos han demostrado especial predisposición por determinados oficios: herreros, esquiladores, canasteros, buhoneros, tratantes de ganado, contrabandistas, anticuarios, peristas, chatarreros... ocupaciones que les garantizaban cierta independencia, libertad de movimiento, hoy en vía de extinción.
También han dado sobradas pruebas de un genio artístico fuera de lo común. Así lo atestigua el modo originalísimo de hacer suyas formas musicales y folklóricas recogidas por el camino e impregnadas de un sentimiento y un sentido rítmico inconfundibles. Lo que comúnmente conocemos como arte flamenco no es patrimonio exclusivo de los gitanos. Mucho menos lo es, desde luego, el arte de la lidia. Sin embargo, los grandes cantaores, tocadores, bailaores y toreros gitanos han interpretado las suertes de su arte con un duende tan característico, con una cadencia tan inimitable que, si hablar de un arte gitano específico no tiene apenas fundamento, resulta imposible sustraerse al influjo del sentimiento gitano del arte. También han descollado los gitanos en disciplinas artísticas más difíciles de encuadrar, como la elocuencia, arte de la esgrima verbal (y no sólo verbal). Por contra, a pesar de su afición a las tradicionales orales, siendo como son un vivero de leyendas y novelerías salvo con todas excepciones siempre ha sido un pueblo radicalmente ágrafo, que no forzosamente analfabeto. Pero si la literatura escrita nunca ha sido santo de su devoción, mucho menos lo ha sido la pintura. No deja de resultar curioso en un pueblo de gentes tan miradas, dotadas de un sentido plástico innato para todo lo que tiene que ver con el atuendo y el adorno personal. Casi ningún gitano que haya hecho carrera con los pinceles en la mano. De momento lo más inteligente que han dicho al respecto siguen siendo los tangos que con tanta gracia cantaba La Niña de los Peines: "De Madrid han venío /varios pintores /pá pintá a la Virgen de los Dolores".
En las últimas décadas numerosos artistas y críticos insisten en plantear la relación arte/vida como una espinosa ecuación o directamente como un casus belli. En su convivencia con los gitanos. Teresa Lanceta aprendió, entre otras muchas cosas, a reconocer y apreciar ese sentimiento gitano del arte, a entenderlo como un don heredado una encarnación -por eso la mayoría de los gitanos se sienten artistas de nacimiento-, a resignarse ante la evidencia de que los verdaderos artistas nunca se sienten obligados a sujetarse a una disciplina impuesta, a sobresalir en el dominio de un determinado lenguaje, ni siquiera a manifestarse, y mucho menos darse a los demás. Si el arte puede ser moneda de cambio también puede no ser nada. Y un gran artista puede limítarse a no hacer nada, siempre y cuando sepa hacerlo. Por encima de los artistas, claro está, marcando las diferencias, están los monstruos.
III. Arte Textil y Pintura
"En su ejecución el arte del tapiz se acerca a la música por el proceso rítmico, el gesto repetitivo de la técnica del telar, y a la pintura por su resultado final"(Bert Flint: Tapices marroquíes, Museo de Arte y Costumbres Populares, Sevilla, 1987).
El 14 de septiembre de 1874 los hermanos Gongourt anotaron en su Journal: "La tapicería es un arte perdido. No es más que una laboriosa imitación negra y apagada de la pintura". No exageraban, Daban fe de la culminación del irreversible proceso de sometimiento del tapiz a la pintura iniciado en el Renacimiento. La historia en el mundo moderno de lo que, a partir de William Morris, dio en bautizarse como artes aplicadas o decorativas es ya otra cuestión. Así como los numerosos esfuerzos realizados a lo largo del siglo por desarrollar el tapiz como disciplina artística autónoma. Digo otra cuestión porque, a mi entender, el punto de partida de Teresa Lanceta es radicalmente diferente. Para ella, hoy por hoy, el tapiz puede ser-aunque desde luego no siempre lo sea- una forma de la pintura. De hecho se siente mucho más cercana a las enseñanzas y experiencias de la pintura moderna que a los discutibles experimentos de los tapiceros modernos. Siempre ha cultivado el dibujo y la pintura como actividad paralela, independiente, y no solo auxiliar. Utiliza el telar y la lana como un instrumento, un medium, con el mismo espíritu que los pintores en la actualidad siguen empleando su clásico utillaje: lienzos, pinceles pigmentos... o han decidido cambiarlos por otros nuevos.
Un artista se identifica con un determinado instrumento de trabajo entre otras cosas por una cuestión de ritmo, de ritmo interior. El del telar es, sin duda, un ritmo lento, moroso, femenino. "El trabajo en sí mismo -confiesa Teresa Lanceta- es tan paciente y en cierto sentido monótono -una pasada, otra...- que la única manera de no convertirlo en algo estancado es dejar margen a la intuición y a la improvisación". El bastidor y la trama primaria la enfrentan a un punto cero de la impresión. "Una pasada, otra, un hilo, otro; empezar con las formas más primarias; unos hilos verticales cruzados por unos horizontales (...) A medida que iba haciéndolo (el tapiz de rayas) sobre unas rayas blancas y otras grises entremezclaba algunas de color (básicamente rojo y amarillo), surgían pequeñas variaciones en el punto. Quebraba las rayas para recuperarlas un poco más arriba con lo que aparecían esos ritmos diagonales que salen tantas veces en mi trabajo". Ritmos diagonales, ondulantes, superficies ajedrezadas, fantásticas geometrías, abigarrada urdimbre poblada de espirales que se sueñan caracoles, triángulos que penan como pirámides, serpientes y sarmientos, barcos y estrellas, olas y dunas, manos y tijeras, paisajes soñados, sueños abstractos.
IV. Progresar hacia adentro
" Las sociedades llamadas primitivas reconocen con mayor objetividad el papel desempeñado por la actividad inconsciente en la creación estética, y manipulan con sorprendente clarividencia esa vida oscura del espíritu". (Lévi-Straus: Entrevistas con G. Charbonnier, 1961).
Hacia 1985 cae en manos de Teresa Lanceta una monografía sobre tapices populares marroquíes. Este hecho, en apariencia casual, iba a provocar un giro inesperado en su carrera. Fascinada por esas imágenes procedentes de un mundo lejano, movida como por un inexplicable sentimiento de cercanía, escribe al autor del libro, Bert Flint, coleccionista y estudioso holandés afincado hace décadas en Marraquech. Su respuesta no se hizo esperar: "Lo que tu estás buscando aquí se esta perdiendo".
Durante cuatro años, en viajes sucesivos, Teresa Lanceta se ha aventurado por los paisajes humanos y geográficos más recónditos del Atlas marroquí. Pero no ha ido a Marruecos a hacer arqueología cultural ni a empaparse de exotismo, sino a recoger el hilo vivo de una determinada Tradición allí donde ésta no se había interrumpido. Más que a reencontrarse con el pasado buscaba, como escribía Paul Klee en 1928, "ese especialísimo tipo de progreso que lleva hacia un punto crítico del pasado, hacia aquello anterior que hizo nacer todo lo posterior".
Estos viajes han sido la sustancia argumental del trabajo de Teresa Lanceta durante este período. Un trabajo que hoy se expone por primera vez en público, realizado al hilo del contacto con una naturaleza indómita aun no domesticada por el hombre, al hilo de impresiones y anécdotas a veces fugaces, a veces indelebles, siempre emocionantes. Más que investigar o traducir a su propia escala de valores el sentido ideográfico o simbólico de unas formas, Teresa Lanceta se ha dejado guiar por las huellas de esa emoción antigua y nueva. Más que desvelar sus secretos ha querido penetrar a través de ellos, familiarizarse así con el misterio de la supervivencia de una forma de estar en el mundo, de entender la vida. Cada una de sus obras se ha inspirado o, quizá, más bien ha recreado una obra original marroquí: una capa, una alfombra, una alforja, la funda de un cojín. Estas han sido elegidas por la artista no en función de su posible antigüedad o valor, aunque algunas de ellas seguramente sean antiguas y valiosas, sino atendiendo a impulsos subjetivos, imprevisibles, estéticos por llamarlos de alguna forma. Al exponer juntas sobre una misma pared Teresa Lanceta pretende dar fe de todos los matices de este proceso, aun a sabiendas que asume un gran riesgo. Me refiero a la presunción de que el punto de vista eurocentrista y acomodaticio de buena parte de los observadores se mostrará mucho más proclive a descubrir el primitivismo de sus obras que a reconocer la modernidad de las marroquíes.
La enigmática y desconcertante modernidad de muchas obras de arte llamadas primitivas ha sido un tema recurrente del arte moderno desde principios de siglo. Resulta sintomático, por ejemplo, que cuando Bert Filint describe las obras textiles de las tribus nómadas del Medio Atlas utilice conceptos como composición asimétrica, ritmos diagonales, ausencia de centro visual, importancia de los detalles, indefinición de los bordes... conceptos todos ellos que podrían haber sido extraídos perfectamente del discurso de cualquier crítico de arte americano de los cincuenta hablando del espacio all-over de la nueva pintura, o cosas por el estilo. Por contra, en las tribus nómadas del desierto el proceso de sedentarización se manifiesta en sus tejidos en composiciones simétricas, definición de los bordes, organización concéntrica de los motivos decorativos, importancia cada vez mayor de los temas y figuras centrales... Se diría que, paradójicamente, mientras el progreso tiende a nivelar las formas de vida, la cultura y las costumbres de los pueblos, muchos artistas occidentales se sienten hartos de la mirada sintética, crónicamente empañada, que han heredado, añoren la mirada del nómada una mirada molecular, límpida, capaz de reconocer cada estrella por su nombre, de distinguir cada grano de arena del desierto, de medirse contra la infinitud del horizonte, la inmensidad de los espacios abiertos, la apariencia de soledad, la sensación de vacío. Pueblos y tribus, no lo olvidemos, que han sabido defender una forma de vida libre, orgullosa y, por qué no, refinada, en el marco de una civilización tan potente como la islámica, de un país como Marruecos que está dando aldabonazos en la puerta del Mercado Común Europeo.
Resulta sorprendente comprobar el grado de sintonía que existe entre la obra marroquí de Teresa Lanceta y su obra anterior a 1985. En ningún momento se han producido cambios o giros bruscos. Como si ambas, las obras de antes y las de ahora, hubieran fertilizado en un mismo sustrato común, en una región perdida y semioculta entre los avatares de la historia y los vericuetos de la memoria. Esto ayuda a explicar que en Marruecos la artista siempre haya elegido como base de su trabajo "los tejidos más áridos, más minimalistas, sin centro, sin tema, abstracciones puras y duras... Partir de lo mínimo -la simple trama lineal, la raya- para alcanzar un máximo de ocupación expresiva del espacio: superficies barrocas, coloristas, de una suntuosidad inquietante y laboriosa.
Al enfrentarse sobre una misma pared sus propias creaciones y las piezas originales marroquíes Teresa Lanceta nos invita a fijarnos en el fecundo y tenso diálogo que se establece entre ellas, un diálogo tejido con encuentros y desencuentros, de correspondencias y diferencias... quizá sugiere también que ese diálogo ha configurado una unidad distinta, un nuevo e inclasificable tipo de obra de arte.
V. El cuento de nunca acabar
La tercera aventura de Teresa Lanceta es, en realidad, la primera, la más antigua y la más incierta. Me refiero a su relación con el mundo o mundillo del arte moderno, donde ha encontrado, curiosamente, más resistencias. Por eso, más que de aventura podríamos hablar del cuento de nunca acabar. No quiero extenderme al respecto. Tan solo señalar mi estupor al haber comprobado por mi mismo como en este mundo o mundillo famoso por su promiscuidad y anchas tragaderas, en el que todo cabe y todo vale, son muchos los artistas, marchantes y críticos que aun alimentan prejuicios contra determinadas obras no en función de su mayor o menor calidad u originalidad, sino por el simple hecho de haber sido tejidas, por ejemplo, en vez de pintadas. Algo incomprensible, desde luego, si tenemos en cuenta que el verbo pintar, en estos tiempos, engloba una inconmensurable diversidad de procedimientos y técnicas, muchos de ellos realmente inverosímiles.
Lo chocante del caso es que a muchas de esas mismas personas las veamos algunas noches en locales y discotecas de moda moviendo el esqueleto al ritmo de un reggae jamaicano, un rap argelino, el último éxito de una banda de Zimbabue o la próxima bulería del Camarón de la Isla. Música y músicos con nombre propio y muchos apellidos aunque ellos, seguramente, nunca llegaran, a apreciar el eco de un tam-tam de la selva a través de los cables eléctricos. También en este campo, como en tantos otros, la música va por delante, marca el camino.