El hilo del arte
FRANCISCO CALVO SERRALLER
¿CÓMO EMPEZAR A TEJER esta historia sobre Teresa Lanceta? Si digo que por Las hilanderas, de Velázquez, temo que equivocadamente se me acuse de caer en el tópico. Pero ¿qué le voy a hacer si es así? Realmente no puedo prescindir del célebre lienzo velazqueño para tratar de lo que quiero tratar sobre Teresa Lanceta. Advertiré, en todo caso, que el problema no es que Velázquez pinte un obrador con tejedores con más o menos trasfondo, sino lo que insinúa en su tela acerca de la equivocidad del arte y lo que en este equívoco hay que concierne de lleno a Teresa Lanceta.
De todas formas, es necesario ir por partes en este asunto decididamente complejo. En primer lugar, el tema de Las hilanderas, título popular inventado en fecha muy posterior a la de la realización del cuadro, es el de la fábula mitológica de Aracné, hija del tejedor de púrpura Idmón, oriundo de la localidad lidia de Colofón, en el Asia Menor. Según Ovidio, esta formidable tejedora se atrevió a desafiar a la propia diosa Atenea, a la que venció por lo que en castigo fue transformada en araña. Con su característico laconismo, Velázquez nos representa esta fábula en el segundo plano del cuadro, cual si fuera la historia de un tapiz tejido extendido al fondo del taller, mientras que en el primer plano nos muestra a unas industriosas obreras afanándose en la labor. Esta forma de hablar del más allá a través del más acá, pero sin que medie ninguna separación entre ambos términos, es, muy velazqueña y muy del barroco. Sea como sea, si hay que extraer una lección de esta historia, coincido con quienes la interpretan como la escenificación del conflicto entre artes mecánicas y liberales, asunto capital y obsesivamente frecuentado por el arte de la época moderna, y que para Velázquez tenía una importancia particularmente dramática por las fechas en las que ejecutó el cuadro de Las hilanderas, que coincidieron con que se estaba dirimiendo su expediente para ser nombrado caballero de la orden de Santiago.
De este debate teórico y de su repercusión en la vida de Velázquez hay ciertamente mucho que hablar, pero intentaré sintetizarlo al máximo. De que las artes plásticas y la arquitectura en general, pero, sobre todo, y para el caso, de que la pintura fuera un saber liberal -esto es, superior, puesto que lo decisivo de su ser era lo intelectual y no lo manual- dependía su destino en todos los órdenes. De esta manera, había que separar -enfrentar- el arte y la artesanía, y, para resolver de una vez este candente debate, se acudía a la mediación de una diosa, Atenea. ¿Cuál es, no obstante, la moraleja según la versión de Las hilanderas? Velázquez, por de pronto, no confronta la tapicería y la pintura, como podría esperarse a partir de lo que hemos dicho, sino la mera habilidad humana y la inspiración divina.
Antes de continuar con el desarrollo de la cuestión, espero que se me permita un inciso: recordar lo que escribió Gaspar Gutiérrez de los Ríos, en su Noticia General para la estimación de las Artes, y de la manera en que se conocen las Liberales de las que son Mecánicas y serviles, tratado que se publicó en Madrid en el año 1600, cuando hacía muy poco que acababa de nacer Velázquez en Sevilla. Me refiero, en concreto, al capítulo V del libro tercero de dicho tratado, que se titula literalmente "Prosíguese de la materia pasada: trátase de la fama de los profesores de la pintura, y dícese también de paso de la tapicería y bordado de matiz, artes conjuntas a ella", en el que podemos leer lo siguiente: 'Digamos pues ahora de las artes conjuntas a la pintura, así en el dibujo como en el colorido. Del arte milagrosa de la tapicería, donde se imitan todas las cosas de la naturaleza tan propia y vivamente como la vemos, ¿qué se me ofrecía que decir? Si es digna de fama, o no, más vale que lo digan otros, que como tengo dicho, yo soy apasionado. Sea pues testigo el tesoro de las ricas e ingeniosas tapicerías que su Majestad tiene, a quien le sería más fácil ganar un reino que hacer de nuevo otras. Del arte del bordado del matiz basten también para su fama las milagrosas figuras e historias que hay en los ornamentos del glorioso templo de San Lorenzo el Real. Baste también lo que dice Catón, que en ella no tiene voto el que no sabe pintar".
Más de medio siglo después de lo publicado por Gutiérrez de los Ríos, es evidente que Velázquez suscribía la nobleza de estas artes del hilado y, por supuesto, el que en ellas no tuviera voto quien no supiera pintar. Entonces, la moraleja no es la tela y el hilado sino la forma de concebirlos, con o sin invención, con o sin pensamiento, con o sin intención.
¿Dónde está, por tanto, el equívoco y, sobre todo, en qué concierne a Teresa Lanceta? El circunloquio erudito ha sido, a mi parecer, necesario, entre otras cosas, para demostrar que el equívoco de la separación entre pintura e hilado no pertenece a la época de Velázquez, ni tampoco, como sabemos, a la de Goya, sino a la nuestra. Y no es sólo equívoco el conflicto entre lo que hoy entendemos como artes superiores -la pintura- y artes inferiores -las artesanas o industriales, como la tapicería y el bordado-, sino entre artes de autoría individual y artes colectivas o populares. Pues bien, es en medio de estos conflictos donde Teresa Lanceta sienta insidiosamente su plaza de artista equívoca o deliberadamente equivocada, tejedora del error, araña rebelde, creadora extravagante que, muy liberalmente, reclama nuestra atención artística acerca del valor superior de lo convencionalmente considerado hoy como mecánico y popular.
En esta reivindicación, Teresa Lanceta podría haberse conformado con estar a la moda, con seguir los dictados de la actualidad, el último grito de lo políticamente correcto en el terreno de la cultura. Quiero decir que Teresa Lanceta podría haberse conformado con adoptar al respecto la reivindicación antropológica y, vamos a decirlo, multicultural. Sin embargo, es tan radical y exigente, tan deliberadamente equivocada y extravagante que ha adoptado el arriesgado punto de vista de la reivindicación artística. ¡Atención! ¡Pero no para repetir esa vieja monserga de que lo popular merece también una consideración artística, sino para desmentir el pretendido carisma artístico del, arte! Para decirlo provocativamente de una vez: ¡lo que se quiere cargar Teresa Lanceta es el arte! ¡Y esto sí que es un propósito revolucionario, explosivo! Como toda buena revolucionaria que se precie, Teresa Lanceta ha llevado a cabo su propósito incendiario como una lucha teórica y práctica, sin descuidar ningún frente. De hecho, se ha salido de la historia del arte tanto en lo que ésta tiene de tradición como en lo que tiene de actualidad. Ha reivindicado otro lugar para el arte, lo que significa también otro contenido. Sin embargo, Teresa Lanceta no es una posmoderna, en el sentido de aprovecharse del ensanchamiento de horizonte artístico provocado por la modernidad, sin responsabilizarse de los compromisos de ésta. Tampoco es una moderna tardía, de autenticidad anacrónica. En realidad, es una intempestiva que no acepta ningún lugar preconcebido, porque lo que quiere explotar es precisamente el equívoco que ha resultado ser el arte hoy, algo que muy pocos están dispuestos a asumir. Lo que pretendo señalar es que Teresa Lanceta se ha cuestionado su identidad como artista y se ha puesto a reflexionar sobre qué es lo que hoy se hace y ella misma puede hacer que cumpla con lo que el arte fue y puede llegar a ser en cualquier época y lugar; pero sin papeles preconcebidos, sin fórmulas actuales, sin atender a ninguna clase de razones institucionales, como son las del mercado de las novedades. Así, ante la pregunta de quién es y qué es lo que hace, o, más concretamente, si acaso ella es una pintora, una tejedora o lo que haga falta, contesta con un lacónico desinterés, porque, en el fondo, no lo sabe ni le interesa saberlo.
De todas formas, antes he afirmado que Lanceta había llevado a cabo su propósito revolucionario sin descuidar ningún frente, ni el teórico, ni el práctico. Respecto a la teoría, hay que subrayar que realizó un trabajo de investigación y crítica muy interesante sobre las estructuras de repetición en las tradiciones textiles y en el arte del siglo XX, que luego defendió con éxito en su tesis doctoral en la Universidad Complutense. Al margen del esfuerzo de recopilación documental y análisis que un trabajo de estas características exige, lo verdaderamente importante de este ensayo, es precisamente su equívoco punto de vista: analizar comparativamente las estructuras de repetición que hoy siguen haciendo artesanos tradicionales y, por tanto, 'no-artistas', y las de prestigiosos y conspicuos artistas profesionales de vanguardia. Pero su argumentación iba más allá de la simple constatación de coincidencias formales y lo que ellas pudieran revelar como "casualidades", "préstamos" o "influencias entre estos dos segmentos de la producción, que hoy se estudian por separado, porque se consideran completamente distintos entre sí" su argumentación apuntaba a que lo fundamental eran las estructuras de repetición entre sí, no quienes las practicasen; en definitiva: el sentido y el valor de la producción artística y no la personalidad y la importancia de los productores. Teresa Lanceta lo enunció de manera contundente a través de dos preguntas, que eran las del primer párrafo de su investigación: "No es extraño que estemos otra vez en el lugar de las líneas, los rombos y los cuadrados? ¿No es extraño que estemos en el mismo lugar del que nos fuimos hace siglos, cerca ahora del otro arte y de otras culturas?"
La relación del arte de vanguardia con las formas artísticas de los primitivos actuales es una afirmación tópica. También lo ha sido la de vincular todo el arte de nuestra época contemporánea en general con cualquier cultura y civilización excéntricas. En este sentido, no es extraño que muchos artistas contemporáneos occidentales hayan aprovechado, de una u otra forma, las estructuras geométricas características de todo tipo de civilizaciones, y en especial de la árabe, tan rica en estos motivos por su concepción religiosa iconoclasta. Pero, insisto, lo que ha interesado a Lanceta de esta cuestión no es confirmar el hecho en sí de este contacto vivificante, ni tampoco la determinación concreta de su uso por parte de algunos artistas, sino, si se quiere, la vida de las formas, en este caso de determinadas estructuras de repetición, en particular la muy característica del rombo, cuyo origen es mediterráneo y cuya supervivencia más notoria es hoy la que llevan a cabo determinados pueblos del área cultural marroquí a través de su producción textil tradicional.
En su investigación doctoral, Lanceta ha llamado la atención acerca de cómo la figura romboidal prácticamente fue vetada en la vanguardia geométrica, que se ha decantado casi siempre por centrarse en las formas derivadas del ángulo recto. Es famosa a este respecto la polémica entre Mondrian y quienes se atrevieron a usar la diagonal, el triángulo en vez del cuadrado. Pero, al margen de esta polémica histórica, la verdad es que la vanguardia histórica se decantó casi siempre por el cuadrado y el rectángulo, por lo definido frente a lo indefinido, por lo finito frente a lo infinito.
Pues bien, hay que decir ya que para Teresa Lanceta el rombo no es un motivo, sino un paisaje, así como que la pintura no es un cuadro, sino una tela. ¿Qué quiere decir que el rombo es un paisaje? Por de pronto, que quien usa esta figura concibe el espacio como un lugar sin límite, sin frontera, porque la malla romboidal jamás cuadra. Quien usa esta forma de ocupación espacial es, por tanto, un habitante de la inmensa planicie ilimitada, un habitante del desierto, de la horizontal, un perpetuo transeúnte, que sobrevive gracias a su flexibilidad, a su capacidad para plegarse al terreno. El nómada no crea figuras que cuadran -figuras arquitectónicas ni, por supuesto cuadros pintados- sino mallas romboidales. He aquí pues, cómo el rombo es un paisaje.
Teresa Lanceta ha recorrido de arriba abajo todo Marruecos en su investigación de las formas textiles tradicionales, que, como cabía esperar del lugar, de ese paisaje, repiten estructuras romboidales. Pero no se ha limitado a la investigación que cataloga lo que allí se ha hecho al respecto, sino que ella misma ha aprovechado esta experiencia para su propia creación artística. En este momento, creo, no obstante, que es muy importante subrayar lo que antes he insinuado: que en esta investigación y práctica no ha tratado el rombo sólo como motivo geométrico característico, sino como una forma de vida, fundamento imprescindible de cualquier auténtico arte. Teresa Lanceta, en resumidas cuentas, no ha usado el rombo, sino que se ha introducido en él, motivo, tela, pensamiento y acción. Ésta es su historia verdadera.
En general, hablamos con estereotipada ligereza sobre la tela. Quizá estamos aún demasiado apegados al uso burgués de la pintura como cuadro, como ese cuadrado que ya ni siquiera simula ser una ventana hacia lo desconocido, sino que se comporta como simple colgante -joya o condecoración rentables- de la pared, como si el arte fuera lo que se exhibe en el almidonado muro de la casa. Califico el asunto de manía burguesa porque lo es. No hay más que recordar los espléndidos paramentos y bóvedas iluminados por la pintura, los nobles retablos de madera, las translúcidas vidrieras con nervios de hierro, las interminables hileras de viñetas encabalgadas de los egipcios o las estatuas de diosas pintarrajeadas de Grecia. No hay que volver la mirada a las instalaciones actuales para saber que la pintura ha sido muchas cosas, aunque la fundamental sea que ha llevado luz a nuestra caverna. Pero ¿quién dice que las cavernas hayan de ser necesariamente grutas de piedra? Las cavernas son, antes que nada, nuestra piel tatuada, lo que nos cubre y nos encubre. Los primeros nómadas, cazadores depredadores o pastores, llevaron encima sus cavernas portátiles, de las que las jaimas árabes son expresión directa.
Para mostrar la aleatoriedad del signo artístico, he usado, a veces, el ejemplo de plantear qué ocurriría si arrojásemos la tela de Las meninas a una tribu de primitivos actuales, no contaminados por nuestros valores. Cuando he usado este ejemplo lo he hecho casi siempre para poner en evidencia la obvie- dad de que el aprecio artístico no es algo natural y espontáneo. Es así, desde luego, pero ahora lo quiero usar para señalar no sólo que seguramente los citados primitivos apreciarían la utilidad de la tela pintada por Velázquez para cubrirse ellos mismos o sus chozas, sino también para confesar que ese aparente despropósito a mí, sin embargo, me devuelve la confianza, la fe en el arte, pues no creo que un culto hombre actual pudiera sacar un provecho tan radical a lo que, en el fondo, es una tela embadurnada.
No estoy aquí para proferir boutades, porque si he dicho lo que acabo de decir es para resaltar que hay más verdades históricas en una tela que las que nosotros, pagados de nuestra autoproclamada significación histórica, estamos dispuestos a admitir. Es entonces cuando lo que hace Teresa Lanceta me parece particularmente admirable: ha devuelto a la tela su profundidad histórica. Ya he advertido que la relación con el tejido de Teresa Lanceta no se limitaba al rombo como simple motivo, sino que era toda una experiencia personal y profundamente histórica, que es la excursión temporal a la noche de los tiempos, la búsqueda de verdades primigenias, fundamentales, radicales. Las pieles y las telas de las tiendas son, de hecho, estructuras romboidales, y no sólo porque respondan a la forma de un rombo, sino porque son como celdas plegables. Lo que nosotros llamamos, de manera absurdamente reductora, alfombras son, sin embargo, mucho más: son paredes, techos y suelos; son cojines; son abrigos; son, en fin, y sobre todo, una explosión de color, de calidez; pasillos luminosos que alumbran la bóveda infinita de la noche estrellada, esa noche que, en el desierto, manifiesta como en ningún lugar la redondez de la tierra.
Teresa Lanceta ha observado, con esa mirada profunda que atraviesa el tiempo no alargado, sino vertical, esos hechos cálidos que dan sentido a las telas y las transforman en velludas pieles coloreadas que protegen y animan el camino, a veces áspero, del deambular humano. Nos demuestra con su obra la versátil función y la rica simbología de los pliegues, la posibilidad de entretejer fragmentos hasta construir, a partir de remiendos, una avenida sin fin. Lanceta puede, como las tejedoras del Atlas, hacer, según los pliegues, muy diferentes objetos cálidos, pero puede también tensar las telas hasta formar insólitos planos arquitectónicos, escaleras celestes.
Observo ahora su trabajo con emoción. Me emociona que sus obras se puedan entremezclar con las de las tejedoras que realizan obras maestras sin la menor conciencia artística. Imagino que cuando sus telas estén desplegadas cubriendo los asépticos ámbitos de un museo, producirán un efecto profundo, completo y transfigurador. Imagino que traerán el calor de la memoria, el sentido del habitar, la luz de los caminos, el palpitar de la vida, sin los cuales el arte no es nada o es un remoto reflejo de nuestro desamparo, cada vez más al descubierto. Me emociono porque, gracias a lo que Teresa Lanceta hace, nos deslumbra un hecho infinitamente más relevante que el arte: la belleza del mundo. Me emociono porque esa belleza muy antigua quizá no esté por completo olvidada.
Inicié este ensayo con una mención a Las hilanderos, de Velázquez, una tela pintada con tejedoras, cuya fábula nos advertía acerca de la complejidad proteica de lo artístico, un secreto que sólo aciertan a manejar los dioses. A veces, lo sagrado se hurta de nuestras convenciones y se pone al resguardo de nuestra pereza. La belleza está siempre más allá de donde suponemos y, sin duda, hay que ir a buscarla. Hay que tejer la historia, entre cuyos rombos se anuda alguna verdad. En esta excursión interminable que araña el árido polvo del camino resplandecen las huellas de Teresa Lanceta, devolviendo a la tela su verdad artística más profunda: el hilo que marca el sentido original del arte. Y así éste vuelve a comenzar.