Escritos propios

Vida, ahora también vida

Selección de textos, 2008-2020. Publicado en Tejer como código abierto. MACBA/IVAM, 2022-2023.

Catálogo: Teresa Lanceta. Tejer como código abierto

Vida, ahora también vida

Porque vivimos en casas…

Calle estrecha, escalera estrecha de altos peldaños, edificio pequeño de patios insignificantes. Piso alargado, de pasillo constreñido en el que la luz eléctrica estaba siempre encendida; el tercero de un inmueble de cinco plantas. Siete habitaciones minúsculas, de las que tres eran los espacios privados, dormitorios de apenas una cama y un armario de exiguas dimensiones: uno para Ch. y J., otro para el abuelo –el padre de Ch.– y los nietos, y el tercero para L. y para mí. En el nuestro había que entrar de lado porque las paredes estaban cubiertas de estanterías que albergaban nuestros bártulos, algunos de los cuales también colgaban del techo.

Los espacios comunes: un pequeño espacio con balcón, donde L. pintaba y donde jugaban los niños cuando él no estaba, por lo que los utensilios de pintura siempre se guardaban en nuestro dormitorio. Este espacio, como el dormitorio del abuelo y los niños, era contiguo al saloncito y estaba en el extremo de la casa que daba a la calle. Antes de llegar al otro extremo, donde estaba el tercer dormitorio –aquel, ya, interior– se pasaba por un minúsculo aseo. Bueno, en realidad no había nada para asearse: ni lavabo ni ducha, solo un inodoro de cadena alta y papel de periódico. !A lavarse, a la cocina por turnos!

Eran tiempos de compra diaria. Ch. cocinaba pucheros gitanos y papas con bacalao, que yo no comía porque trabajaba en un restaurante cercano. Los domingos comprábamos varios pollos a l’ast y los comíamos directamente del envoltorio en que venían; era una fiesta.

Iba de la Universidad Central al restaurante donde trabajaba, tardes y noches libres para vagar: los adoquines y el alquitrán de las calles nos llamaban. Nos movíamos en diagonal, estirando los estrechos lugares por los que pasábamos. Vivíamos en la calle.

Fue en aquella cocina donde una noche a Ch. se le cayó una sartén con papas fritas en la barriga. Fuimos a Urgencias, le pusieron pomada, antibióticos, calmantes y se fue a trabajar envuelta en vendajes, porque no podía prescindir del sueldo diario. También porque temía ser sustituida.

Ahora que deseo obsesivamente cambiar de lugar para vivir, pienso en las concisas necesidades de entonces, quizá por ello saciadas. No teníamos apenas enseres, incluyendo muebles, más allá de una silla para cada uno, dos mesas, camas; ningún sofá, ni sillón, ni adornos; una televisión para V., que la golpeaba de vez en cuando para que volviera la imagen, continuamente comida por las rayas. La casa era antigua y no se había tocado desde su construcción, hacía más de un siglo. Plaquetas, azulejos, carpintería y luces eran los originales. No había adornos, ni fotos en las paredes. Ellos solo tenían unas pocas fotografías que guardaban junto a ≪los papeles≫, y yo siempre he sido reacia a las fotografías personales.

Donde comíamos, las paredes estaban pintadas de verde: la parte de abajo, con esmalte fuerte y brillante, y la de arriba, al temple. No tengo recuerdo alguno de aquella casa que no esté enmarcado por el verde.

El abuelo había enlazado la profunda tristeza que le ocasiono la muerte de su mujer con la ≪perdida≫de su única hija, Ch., joven –quince años– y guapa, a manos del gitano mayor al que había encomendado protegerla durante las giras por la Costa Brava, propósito que se rompió en un tren una noche en la que ambos, maduro guitarrista y joven bailaora, andaban desvelados al acecho del deseo. Desde entonces los dos hombres no se hablaban, y aquel guitarrista, ahora padre de sus tres nietos, compartía cama con su hija, a pesar de que nunca había abandonado a su otra familia. La casa es el lugar donde se cobija la felicidad, aunque no siempre.

Lúgubre

Como un lugar lúgubre puede atraer a tantos, y cuan a gusto me sentí en él.

A principios de los setenta, el Barrio Chino de Barcelona –y no solo las cuatro paredes que albergaban la cama, el baño, la cocina– era mi casa. Aquellas calles, y todo lo que comportaban, eran el lugar donde vivía. Pululábamos por los zigzagueantes callejones camino de nuestra vida –unos, a ganarla, y otros, a perderla– y acabábamos encontrándonos unos a otros, y a gitanos y gitanas, con muchas de las cuales compartí amistad. No tropezábamos, sino que nos rastreábamos, nos husmeábamos unas a las otras; ellas buscaban y encontraban en mi lo que yo buscaba y encontraba en ellas. A la postre, lo que me rodeaba también era parte de mí.

Este arrabal cutre –cobijo de desheredados, desgarrados, dolientes, zarrapastrosos y humillados– era un refugio de alegría y fantasía regadas por litros de vino manzanilla, gin-tonic y White Label. Los litros de cerveza vinieron después. A todo ello, algunos sumaban, además, otras sustancias.

Esta población se completaba con visitantes y clientes. Unos venían a sentirse bien, porque quienes en su trabajo o en su vida cotidiana podían ser señalados si se manifestaban tal como eran, en el Barrio Chino eran respetados; otros venían en busca de emociones oscuras o fluorescentes que se diluían en una desesperanzada alegría. También llegaban gentes con mucho poderío, que gustaban de los olores agrios, de la fiesta y del dolor infligido en calles llenas de desperdicios y bolsas de dudoso contenido.

En el Barrio Chino, hoy Raval y Gòtic Sud, los colores luminiscentes alumbraban las noches. Cuando llegue, no tenía más de veinte años. Me sorprendo a mí misma, tan tímida como era, en un bar de flamenco o en un tablao, sentada, presente y ausente, defendiendo los centímetros cuadrados que ocupaba mi silla, escuchando cantar y bailar a la Charo o tocar la guitarra a Juan o al Gato, es decir: me descubro en la gloria de El Tronío, El Camarote, La Macarena o El Patio Andaluz, lugares de fiesta y cante.

Allí no me topé con lo ya conocido, ni tampoco con ese misterio oscuro vislumbrado en la niñez o en la adolescencia; allí, simplemente, me encontraba bien. El flamenco me crujió, y descubrí que la excepción es la regla que nos hace posibles.

No es que no viera lo que me rodeaba, ni que no entrara alguna vez en conflicto con ello. Tuve discusiones y encontronazos, sobre todo con un chulo que era gitano, pariente o amigo cercano de Juan, con el que frecuentábamos fiestas, bautizos y bares. Teníamos una electricidad contraria y aunque, por razones obvias, procurábamos ignorarnos, no siempre lo conseguíamos. A veces surgían los chillidos y los insultos, pero siempre mediaba alguien. Sus mujeres me evitaban y yo también las evitaba, por lo que apenas recuerdo nada de ellas, salvo que trabajaban un montón y que él las hacia trabajar aún más.

Tullidos

≪Siempre me sorprendió que, cuando estábamos allí sentados en la terraza de un bar, no se nos partiera el alma viendo a tantos inválidos, muchos de ellos operables, pero no, Jemaa el-Fna, la plaza por excelencia, te absorbe en su rueda y acabas viendo solamente una palestra de luchadores que magnifican la vida. El dolor nunca desaparece, se anestesia.≫

La noche llego antes que el sueño. La luz caída es muy bella.

Había muchos tullidos en aquel entonces. El termino, tal como lo define el Diccionario de la Real Academia, describía bien a la mayoría: ≪[…] ha perdido el movimiento del cuerpo o de alguno de sus miembros≫.Y no me refiero exactamente a los minusválidos o discapacitados cobijados por la ONCE, Caritas o las parroquias, no: eran tullidos de Barrio Chino, con hierros aparatosos y ostensibles que les sostenían externamente las piernas. !Cuánto no les habría costado habituarse al dolor que esos mismos aparatos les producirían! También los había con manos y brazos postizos mal simulados.

Los movimientos de unos y otros les daban un aire a lo Frankenstein; menos, desde luego, de lo que años más tarde vería en Marruecos, pero del mismo estilo. En sillas de ruedas todavía no motorizadas también los había, inválidos que se distinguían de los tullidos por la necesidad de un acompañante, una especie de lazarillo andariego que solía implicar una picaresca adicional.

En el Barrio Chino no se ocultaban las desgracias, quizá porque, a pesar de ser un lugar donde la crueldad natural o infligida existía en toda su extensión, la suerte simultaneaba una dispar fortuna en el encaje de los reveses, incluso en el de aquellos que ya la tenían echada.

Se ejercía una diversidad de modos de vida resumidos en buscarse la vida como fuera, es decir, en precariedad y entrega en múltiples favores, en recados que rozaban la difusa frontera con la estafa de poca monta. Ideología de supervivientes. Los ciegos eran los reyes, porque veían más allá de sus ojos.

La extrema necesidad se dejaba ver especialmente en la relación con la policía, de la que se recelaba y a la que íntimamente se detestaba. Aunque también se la admiraba, y se estaba permanentemente en disposición de atenderla, sobre todo al policía que se amalgamaba bien con el entorno del Barrio Chino, al que encarnaba la autoridad y al poderoso, temible y al mismo tiempo aceptable.

En búsqueda de olvido, los tullidos y los alcohólicos –superados más tarde con creces por los drogadictos– compartían las barras de los bares en comunión diaria. Se vivía en la posibilidad, y bajo su cobijo se apiñaban unos en su lucha diaria, y otros en su dejarse llevar por las corrientes de aire.

Flotar era un arte, y en ese verbo se sustentaba el barrio. Fascinaba la pulsión gitana: la supervivencia como violencia y arte, y por eso aquel vendía cupones con arte y este otro cantaba con arte, o tenia arte para los engaños y para sacar pasta con pequeños timos.

Junto a estos especialistas del menudeo aparecía algún asesino súbito, como aquel policía que, al poco de casarse, mato con el arma reglamentaria a su mujer embarazada. Pero este no estaba tullido: era joven y fuerte, y tenía una paga cada mes.

[Teresa Lanceta: ≪Ciudades vividas≫, Luis Claramunt. El viatge vertical. Barcelona: MACBA, 2012, p. 237.]

Principios de los setenta: heroína y acompañantes

Fue en la universidad, no en el barrio, donde me topé con la droga. Pero si en vez de estudiar hubiese estado trabajando en unos almacenes, en una fábrica o en una oficina, allí también me la hubiese encontrado, porque bajo su aspecto sonriente la droga simultaneo todos los lugares. Entro sin llamar, sigilosamente. Y cuando la vimos ya estaba en nuestras calles y nuestras vidas. Entro con glamur, que no sabíamos que era en aquellos años de dictadura, porque éramos toscos, no viajados, asustados y catetos, mientras que la droga nos hacía vislumbrar el cosmopolitismo, el nirvana y la elegancia.

Era en la universidad donde me la regalaban acompañada de lisonjas… Se la regalaban al que estuviera a tiro, y en esas edades estamos a tiro prácticamente todos. La transportaban compañeros de familia bien que probaban esa aventura adornada con viajes largos y exóticos a Afganistán o la India, de donde volvían con vestidos embellecidos con espejitos o abrigos, como el de Janis Joplin en una famosa foto. Traían ese algo que solo se nombraba en voz baja. Era el título de una canción que escuchábamos, pero que no entendíamos.

Esos compañeros-dealers eran aprendices de aventureros que no renunciaban a forrarse; al contrario, esperaban hacerse ricos, rodearse de bellas mujeres y superar la burguesía adocenada de sus padres. Ilusiones similares, falsas y muy dañinas, emplean los lobos para devorar a los corderos. Corderos éramos todos, incluso la mayoría de aquellos aprendices de traficantes que pasaron de fantasear con el poderío mafioso a vivir en carne propia el horror de El expreso de medianoche y tantas otras películas sobre el tema.

Los que llegaron hasta mi fueron unos amigos de clase, acompañados de una pareja muy joven, como nosotros, pero de mundo: ellos lucían prendas de marca italiana, mientras que nosotros nunca habíamos oído nombrar a un modisto y llevábamos ropa barata sin estilo. Alardeaban de viajes a Italia y tránsitos por aeropuertos que no nos sonaban. Finura en sus maneras, y un interés enorme por tener algún tapiz mío y un cuadro de Luis. Creo recordar que nos emocionamos con el tema, que se deshincho completamente al darnos cuenta de que, a cambio de nuestro trabajo, no recibiríamos nada más que unos polvillos. No vi la jugada con la claridad que tendría más adelante, pero algo me mosqueaba. Tampoco me atrajeron los efectos de una de las sustancias que nos dieron, y que a la postre solo me valió para empujar con comodidad las puertas del metro que normalmente abría con esfuerzo.

Aquello acabo mal, muy mal, para mis compañeros de universidad: maletín que pasas tú. No, tu. Tu. Dudas peligrosas o presentimientos tardíos en una aduana italiana, y los metieron por muchos años en la cárcel. Recriminaciones tremendas y una prudencia medida hicieron desaparecer de nuestras vidas a la pareja de alto standing que nos había rondado como rapaces.

A mi amigo no sé si le sirvió de mucho ser pariente de un ministro al piano –que años más tarde protagonizaría un caso de corrupción–, porque chupo mucha trena y, ya en libertad, murió prontamente por su voluntad o su desesperación. No fue el único de mis conocidos que tuvo esa idea nefasta, ni tampoco el único que la pago funestamente. Viajes con mal retorno. La primera vez que mi generación se asomó al mundo, lo que vio fue una quimera envenenada.

Mientras, en la calle, más que en la universidad, los estragos iban extendiéndose, y los jóvenes gitanos del barrio fueron tremendamente afectados. Pero eso, otro día.

U

La U puede ser la representación de un callejón sin salida, pero para mí era el trazo de un camino que recorría por las noches, una línea que comienza en un punto y, en un par de giros de 90 grados, se transforma en dos líneas paralelas. U de la ubicuidad de los deseos contrapuestos.

Después de cenar y, a veces, de haber estudiado un poco, enfilaba esa U que principiaba en el portal de la casa donde vivíamos y terminaba donde trabajaba la Charo. Empezaba en Obradors, un giro a la callejuela d’en Rull y otro en el Carrer Nou de Sant Francesc hasta El Patio Andaluz, actualmente un almacén en frente a lo que ahora es un local de rock alternativo y antes era el tablao de La Macarena.

Así son las cosas de la vida, como la U: un principio, un recorrido y un final, el que comenzaba en mi vivienda paseando por mis pensamientos hasta llegar a un lugar de flamenco de ≪alterne≫donde lo que se frecuentaba no era la compañía femenina sino el cante, la guitarra y el baile, porque El Patio Andaluz no era exactamente un tablao –aunque había un pequeño escenario con actuaciones–, sino sobre todo un lugar donde los artistas alternaban con la clientela y les hacían beber al máximo mientras se actuaba para y con ellos. Después, les cobraban según hubiera ido la fiesta. Esta manera de hacer íntima y directa era una tradición del primer flamenco, pero en los setenta había caído en desuso en pos del espectáculo del tablao.

Como la U, un principio: compartir piso y vida con una familia gitana. Y un final: la muerte de Juan a manos asesinas. Un principio, el flamenco entendido como arte vivo, y un fin, el de un mundo y una manera de buscarse la vida.

Pero aquel camino extendido por tres callejuelas era algo más que un lugar de paso; era por donde transitaba mi deseo siempre vivo de escuchar un cante, y de ver a personas queridas.

Deseos perentorios

Al final de la noche los deseos se hacen perentorios, desesperados; el día en ciernes los quema, y más tarde los desencanta.

Tomaban la última copa en esos pequeños mostradores del mercado que abrían al alba. La luz del día desvelaba la ferocidad del deseo hacia el travesti. A esa hora no se disimulaba, la avidez era perentoria y los trastornaba: no querían dilatar más la fiereza del momento. Hombres trajeados, de aspecto compuesto, se deshacían al amanecer, a esa hora en la que la familia había perdido la esperanza y el trabajo los reclamaba.

Las Ramblas, el Barrio Gótico o la plaza Catalunya hacen posible el Raval, como antes hacían posible el Barrio Chino. Son limites glamurosos, fronteras que sostienen el nivel de pobreza, suciedad, desolación y permiten al forastero entrar y salir en paseos cortos. El turista se siente bien en esos lugares porque para él no duran eternamente, mientras que para el vecino se alzan como una barrera que difícilmente traspasara. En el Barrio Chino, los jóvenes caían como moscas, y los niños ya apuntaban maneras. Muchos venían de la Mina, otros del Campo de la Bota; ahora vienen del Este, tanto del cercano como del muy lejano.

La calle es de quien la toma, a veces, porque nada produce mayor sumisión que el poder. Simpatizamos con él. Faltan árboles. Pero que puede esperarse de un barrio de ocultos deseos.

Ni recuerdo su nombre ni mencionare su origen. Había sido ≪desterrado≫por su padre, un militar de alta graduación que lo había enviado a Barcelona después de que, en el instituto donde daba clases, lo hubieran apartado por conducta indecorosa y comportamiento abusivo, tal como me conto una noche, sentados los dos en un banco de la plaza Real. Estaba allí para pasar desapercibido.

Con su tele, pero en mi apartamento, veíamos semanalmente –creo recordar que los lunes– Rito y geografía del cante flamenco, lo que nos unía más que vivir puerta con puerta. El flamenco no le interesaba especialmente, pero aquel era para él un momento de distendida vecindad.

¿Cómo hubiera sido juzgado hoy? Es difícil pronunciarse. Tampoco sé si lo que ocurrió fue fruto de un deseo compartido, entonces castigado, o de una situación de abuso. Era raro, raro de verdad, su apartamento alfombrado por un palmo de prendas negras de lencería fina sofisticada. Cuando ya resultaba dificultoso moverse sobre aquel suelo blando e inestable de sujetadores, ligas, corsés y bragas, mando construir una naya donde colocar su cama, que poco después también lleno. Me marche sin saber cuáles serían los siguientes pasos de aquel vecino, ni el destino de su corsetería. En aquel apartamento unido al mío vive desde hace muchos años un conocido dibujante de comics que me gustan mucho.

La libertad es la que te tomas con cierto grado de astucia, al menos cuando los derechos son pocos y la determinación, en cambio, mucha. Los demás disimulan y pasan desapercibidos, aunque en cualquier momento se está expuesto a ser carnaza de alguien en mejor posición. Ocaña, Nazario y algunos de sus amigos lo comprobaron con su entrada en la cárcel a causa de la Ley de vagos y maleantes, que encerraba a los gais y a los ≪raros≫.

Oblicuas calles

Oblicuas eran las calles, las miradas y los jóvenes despilfarradores de sus propias fuerzas que quedaban desgastados antes de tiempo. Oblicuos eran los sentimientos redoblados por la necesidad y la exigencia de ganarse la vida de manera perentoria, alargando la precariedad de la posguerra. Los niños crecían entre estos avatares adultos, buscándose ellos mismos la vida, sin apenas ver el exiguo sol que se colaba, oblicuo, por los balcones.

En ese lugar de códigos se practicaba –y lo siguen haciendo los pakistaníes– la costumbre de ver sin focalizar, furtivamente, en apariencia sin prestar atención. En la cercanía extrema de sus calles y de sus vidas, lo mejor era saber al descuido, evitando revelaciones e intenciones no deseadas, a la postre cómplices insolentes que se entrometen en la intimidad. Oblicuas miradas cercanas que no miran, pero que ven y permiten atrapar al otro, y también escabullirse del altanero y del pesado. Miradas que no se desvían del ficticio horizonte.

Las calles del antiguo Barrio Chino se llenaban de presurosos, de disimulados y de curiosos, que se dejaban engullir sigilosamente por un bar o se apoyaban en la pared en actitud de espera cautelosa. Se conocía a la gente de lado, y por el movimiento del brazo que llevaba el vaso de la barra a la boca. Con el paso del tiempo, aquellos perfiles se han suavizado. Ahora, son pocos los que tienen las narices aguileñas de antaño y los marcados pómulos que delataban la necesidad, la edad y la falta de muelas. Entre ellos había muchos malos, aunque de una maldad menesterosa. Hasta en eso eran pobres.

Mirar vaciando los ojos, ver sin mirar, con profundidad de campo, como la oblicua muerte que le llego a Juan de una puñalada directa y certera. Mirar de reojo, mirar torcido, de soslayo. ¡Cuánta suspicacia!

Oblicuos corazones que andabais siempre faltos de esperanza, ¿dónde habéis ido a acabar?

Oblicua la calle Escudellers, como oblicua la Riera Baixa, la de la Cera y tantas otras…Su momento: la oblicua noche.

Miedo nunca tuve; ni a sus calles, ni a sus tugurios, ni a su gente, y lo digo ahora que, en cambio, me embarga.

31 de agosto de 2016: la investidura

Salir del Barrio Chino era un acontecimiento para sus habitantes; aun hoy lo sigue siendo. Yo misma, al haber hecho del barrio mi territorio y, de lo demás, sus aledaños, también vivía como una excepcionalidad bizarra el breve trayecto diario a la Universidad Central, donde ejercía con toda naturalidad mi vida de estudiante. Desde Obradors hasta la plaza Universidad solo percibía lo anchas que eran las calles o la cantidad de cielo que había encima de los edificios, transformando una corta caminata en travesía onírica.

En aquel entonces, simultaneaba la universidad con una visita semanal al Llum de la Selva, uno de los locales fundadores del anarquismo gandhiano-vegano-crudívoro español, y con las salidas nocturnas de fiesta en fiesta; y lo hacía de manera estanca, sin que tuvieran conocimiento los unos de los otros. Practicaba un fraccionamiento intimo sustentado en omisiones, e incluso en mentiras. Un modo de hacer bastante común y extendido, que implica ocultación y mucho disimulo; un desdoblamiento vital que trata de afrontar la existencia conciliando situaciones que, enfrentadas, exigirían renuncias. En ocasiones, elegir significa sacrificar algo que se quiere de verdad. Por eso, con tanta soltura como atrevimiento, compaginamos circunstancias discordantes capaces de alterar el sistema y el contenido de nuestras vidas. Ya en la niñez aprendemos a engañar, incluso a fingir durante el tiempo necesario para que lo recóndito no salga a la luz… o bien prescriba.

Esta vivencia es compleja, contradictoria y, en ocasiones, dolorosa, pero ayuda a compaginar los deseos con las imposiciones puritanas, las persecuciones indignas o las situaciones verdaderamente incompatibles. No es estrictamente reprobable; es parte de nuestro ser, de nuestra libertad y de nuestro derecho a ella. Si no fuera así, resultaría insostenible conciliar algunas experiencias. Y es también un subterfugio para situaciones que no sabemos cómo sobrellevar, aunque a la postre resulte ser una salida vana a la desdicha y al vacío.

En su contra podemos decir que bajo ese mismo manto se camufla gente malvada y sin escrúpulos que hace mucho daño a las personas y a la sociedad. Casos los hay a montones, desde los más usuales –el adulterio, la cleptomanía– hasta las graves y dañinas corrupciones, los penosos fraudes o los crímenes no descubiertos. No incluyo a los espías ni a la resistencia clandestina a las dictaduras porque, aunque utilizan mecanismos parecidos, el nivel de conciencia es distinto.

El Barrio Chino sabe mucho de desdoblamientos. Clava sus cimientos en los deseos negados y en el ansia furtiva, aunque –sostenido por la prostitución, el alcohol y las drogas– se desgarre entre la explotación, la iniquidad y la injusticia, sepultando cualquier atisbo de alegría.

Ahora, en la oscuridad temprana del otoño, pienso en la desmembración intima que empezó en mi infancia mientras escucho por la radio la investidura más deprimente que recuerde, y la solitaria y aburrida oquedad se extiende por doquier.

Mecenas de la noche

Mecenas de la noche, vividores de excedentes, los había que no escatimaban en gastos. Con ellos, la noche acababa en los chiringuitos de la Barceloneta rayando el alba, como vampiros, antes de que la claridad del día nos dañara los ojos y las ilusiones.

Allí nos esperaban paellas madrugadoras, mejillones reconfortantes, gambas tintóreas de servilletas y algún que otro marisco de importancia, agasajos que prolongaban la noche y el deseo. Los propietarios se sentaban con nosotros, las voces y, cubriendo el cansancio, las risas temerosas de la luz, que desvelaban tristeza, cuando no melancolía. Yo era tímida y joven, por lo que ni pedía ni se me atendían excepciones caprichosas, porque aumentaban la factura sin cambiar mis prestaciones. En una época sin cajeros ni tarjetas bancarias, los fajos de billetes se desgranaban al tacto: lo que llevaba el maromo en el bolsillo debía llegar intacto al de los flamencos. Nunca nos bañábamos en el mar, y mirábamos el sol de soslayo: agujereaba los sentidos.

Entre los mecenas de la noche y los artistas mediaba una relación sostenida en el tiempo y expuesta a la generosidad y la aceptación. Cierta fluidez, un respeto mutuo; aunque la confianza y la amistad quedaran mediatizadas por la transacción económica, existían. El ganarse la vida implicaba beber, abandonarse al arte y controlar las ganancias que podían repartirse entre guitarristas, palmeros, cantaores y bailaoras. Como las necesidades eran muchas, la partición se dividía más de lo deseado. Buscarse la vida exige tiento y control. Y la bebida no debía distorsionar ni la situación ni la distancia.

Alguna vez fuimos a la parte alta de Barcelona, a fiestas de gente de mucho dinero y glamur, donde nos rodeaban el espacio vacío y el blanco. Cocina blanca, baño blanco, paredes y muebles blancos, que los flamencos no entendían y que contrastaban con las oscuras paredes verdes y azules de nuestras casas de suelo rojo y nuestros desvencijados muebles de madera falsa, encontrados en cualquier esquina. ¿Cuantas criadas necesitaban para mantener aquel blanco tan impoluto como el polvo que llenaba sus pulmones? El color de la ausencia, que se notaba en lo poco que nos tenían en cuenta. Noches de flamenco de pasada.

Me pregunto cómo serán ahora los amaneceres en la Barceloneta tras una noche de fiesta flamenca y, de pronto, me acuerdo de la risa de Rocío.

Los vecinos

En la tercera planta de un enorme y deteriorado edificio compartimentado en pequeños habitáculos, situado en un rincón, en la esquina de la plaza Real con la calle del Vidre, en algún momento fuimos vecinos:

Los adúlteros. En los setenta no existía el divorcio. Por lo tanto, una solución a los nuevos amores y a los desencuentros maritales era el adulterio, y eso era lo que nos parecía que practicaba aquella pareja, mujer y hombre de mediana edad, bien vestidos, que venían algunas tardes, no hacían ruido y esquivaban cualquier encuentro. Ninguno de nosotros pudimos verlos con claridad más allá de lo que captábamos de refilón cuando la puerta se abría o se cerraba. Una alfombra oriental y un sofá, vislumbrados tras la puerta, contrastaban considerablemente con nuestros míseros enseres, y alimentaban nuestras fantasías de vecinos pobres e interesados por el mundo. A la postre compartíamos pared, escaleras y el portalón de la entrada.

El Diógenes de la lencería. Como ya he contado en otra historia, era profundamente raro, aunque discreto. Nosotros vivíamos con naturalidad las peculiaridades: las suyas y las de los demás. No era un queer al que había que aceptar; era, simplemente, un vecino, como el luchador y dicharachero Ocaña.

El que discutía sin parar y chillaba. Tenía amantes que venían de tanto en tanto con los que se peleaba. Era piloto o trabajaba en el aeropuerto, no lo sé bien; lo rehuía y no lo trate.

La Mariona y el Toni. Mariona tuvo que irse a un país nórdico (¿Suecia?) para huir de la cárcel cuando la policía político-social la señalo. A su vuelta fundo la compañía de títeres Malic. Le tenía mucho afecto: era calurosa, tierna, y me ayudo a comprender la vida y el arte. Sus palabras daban fuerza. Aunque no hablábamos en estos términos, era profundamente feminista, un contrapunto al ambiente amiguito-artístico de nuestras parejas. Su medida de las cosas y del tiempo contrastaba considerablemente con la ansiedad de los artistas varones. Murió joven, en 2007, y me pesa.

Ocaña. Lo recuerdo tal como la historia lo plasma: divertido, listo, valiente, siempre inventando y creando. Era una continua performance. Coincidimos poco tiempo.

Ahora, allí vive Nazario. Solo queda el de aquel entonces. Me alegro de que viva allí, porque nadie más ha podido hacerles frente a los apartamentos turísticos y, uno tras otro, todos se han ido marchando. Nazario ha unido dos cuartitos: el de los adúlteros y el que compartimos L. y yo. Los techos eran muy altos, y los ha aprovechado para construirse un altillo-dormitorio. Es muy bonito, sobre todo por las vistas enfrentadas del callejón del Vidre y la plaza Real. Una amplia ≪habitación con vistas≫, la cocina, y el baño –ahora sí, dentro de la casa– que nosotros habíamos tenido en el pasillo comunitario.

Un día fui a saludarlo. Me agrado volver a ver el lugar. No sentí nostalgia, pero si la certeza de que la plaza Real es un lugar mágico en el que valió la pena haber vivido.

El Tronío

Engullido por la oscuridad sobre un camino desbaratado, como el Barrio Chino.

El Tronío era una taberna regentada por una pareja de ancianas lesbianas, de porte y hablar flamenco, de un tiempo y de un lugar en los que se marcaba el tronío, de ahí su nombre. Siempre acicaladas y compuestas con una apariencia más cercana a la de Pastora Imperio que a la de Lola Flores: más enigmáticas que jaraneras, mantenían una altanera distancia hacia los clientes, a los que apenas miraban.

El lugar tenía una amplia y alta barra de mármol blanco y reluciente, y unas cuantas mesas. Se escuchaba flamenco y, en determinadas circunstancias, se cantaba y bailaba. Parecía un bar de alterne más que un tablao; quizá lo había sido. El público, un tanto decrepito; por descontado, flamenco y de pocos posibles. Los retretes no se cerraban ni tenían papel higiénico; a lo sumo un trozo de periódico, cosa habitual en los bares del Chino que no recibían visitas foráneas.

En fin, me gustaba estar allí.

Jerusalem, 8

Barcelona, 2017

Es impresionante pensar que unos 35 metros cuadrados puedan albergar dos estudios: el de L., compartido con la cama de ambos y el armario de los enseres, y el mío, con un telar de 1,60 m de ancho y una cama de invitados, más un pasillo-almacén, un aseo, la cocina y un comedor con una mesa de dibujo. !Todo ello bajo un tejado parcheado de uralita y tejas! Un palomar alzado sobre una terraza con una pendiente de unos treinta grados, en el que viví cerca de ocho años, lo que no es poco comparado con el tiempo que he durado en otras viviendas. Luz y cielo… Eso era.

Si éramos felices… .Era yo feliz? Ahora no lo recuerdo. La felicidad no estaba en mis planes, aunque si no lo fui, no fue por el frio atroz ni por el tremendo calor ni por lo exiguo del espacio ni por las estrecheces que pasaba. Y si lo fui, fue por razones que tenían que ver con el vivir flamenco. Ser y estar era lo que quería, un estar al estilo gitano y un ser sin más.

La Charo

Conociendo a la Charo, una se estremece al pensar que, para sus experimentos, los ≪doctores Mabuse≫nazis eligieron a los gitanos por su fortaleza física y su resistencia extrema. Ella es un ejemplo claro de esas cualidades, capaz de adaptarse y sobrevivir a las peores agresiones externas. Forma parte de esa casta de mujeres supervivientes que han visto morir a todos sus hombres en circunstancias dramáticas y, aun así, se conservan enteras, potentes, perpetuadoras de la especie.

Era grande, guapa, morena, muy gitana y nada discreta. Estaba emparentada con Carmen Amaya. Cantaba bien, y bailaba extraordinariamente.

Se buscaba el sustento en un tablao. Como le pagaban por días y tenía que mantener a la familia, no faltaba nunca al trabajo, ni siquiera por razones que cualquier otro mortal consideraría causa de invalidez o motivo de fuerza mayor. En esto mostraba su fuerza. Mientras vivimos juntas tuvo varios abortos, pero tampoco los considero causa suficiente para dejar de ir ni un solo día a pelear por el jornal.

Tarde más de tres meses en hacerle comprender que la píldora se tomaba a diario, siguiendo un ciclo, y que la razón de sus continuos embarazos y abortos no era que ella fuera fértil y las demás no, sino que su método no era correcto, porque solo tomaba la píldora cuando estaba con el marido. La correcta administración no mejoro mucho su situación, pues era temperamental y, a la vez, tan bruta que no había manera de convencerla de que la siguiera tomando, aunque se peleara con él, por si acaso… y sus ≪por si acaso≫ eran apoteósicos.

Decir que vivía al día no sería exacto. Vivía al segundo, y mi recuerdo de aquel tiempo es de colores fluorescentes. Él era tocaor y ella bailaora, por lo que la vida de la pareja era una sucesión de fiestas, juergas, bodas y bautizos. Cuando empecé a vivir con ellos, yo tenía apenas veinte años y, viéndolos de natural tan alegre, nunca pude imaginar la de tragedias y dramas que cruzaban sus vidas. Pero no tardaría en comprobar la terrible fatalidad que regía su existencia.

Pasó momentos muy difíciles cuando, en el lapso de un mes, murieron su padre y su marido, ambos de mala manera. Cayo en manos de un mal hombre que la hizo penar mucho. El tablao donde trabajaba cerro, y tuvo que buscarse la vida en una barra americana.

Sus sufrimientos, que habían sido muchos, se acabaron gracias al ≪gallego≫, un joven con buena pinta y negocio saneado en el que puso a trabajar a sus hijos, apartándolos de una calle que, por aquel entonces, empezaba a llenarse de heroína.

Fui a Barcelona hace unos años y la visité. Me conto que el ≪gallego≫les quiere muchísimo, a ella y a sus hijos, y que esta loquito con la hija que han tenido. Me dice que la familia del ≪gallego≫es buenísima. Así una y otra vez, sin enterarme de cómo se llama el ≪gallego≫. La miro, me acuerdo de como abusaban de ella su padre y su marido, y no puedo menos que pensar en cuan poco importan contrariedades y sufrimientos cuando son la pasión y la sangre los que nos arrastran a ellos.

Marina

Nos separa un océano, un montón de kilómetros por tierra, mar y aire, pero tengo el compromiso de acompañarla al médico.

Marina conserva su belleza, pero esta hinchada y demasiado ansiosa. Visita a un médico tras otro e ingiere continuamente pastillas, la mayoría de ellas incompatibles y en dosis disparatadas. No sabe leer lo suficiente como para entender las instrucciones, y se debate entre la ignorancia y la desesperación.

Es una virgen de Giotto, grande, acogedora, un refugio. De niña era experta en subirse a los árboles y cazar pájaros. Ahora tiene a seis hombres a su cargo: marido, cuatro hijos y un hermano soltero. Lava, plancha y cuida de todos. Cuando sirve el cocido en la mesa –el marido, siempre el primero–, resplandece, se transfigura. Activa y alegre, se ríe constantemente, pero la encontré amarga y cansada.

Amaba a su marido y se casó enamorada. El problema era esa ansiedad masculina que encendía los celos en su marido cuando la veía feliz. Entonces se cebaba con ella y le propinaba palizas.

Ahora, tan lejos una de la otra, sigo recordando aquellos paseos que hacíamos juntas, hablando y riendo, ella siempre con un hijo colgado del brazo, y yo feliz de ir a su lado. Recuerdo tantas bodas y bautizos en los que se bailaba y cantaba. Y caigo en la cuenta de que todo eso ya es pasado, porque la última vez que la vi en ese pueblo tan limpio donde vive, las dos habíamos perdido parte de la antigua alegría. La miraba y advertía cuanta mella había hecho en ella tanta violencia injusta, que aceptaba con una resignación ancestral, mientras su corazón se había erosionado como lo está el mío por haber sido testigo de ello, por querer y respetar –muy a mi pesar– a su marido y sentarme a la mesa junto a el para compartir el mismo puchero que ella nos servía.

Quizá es por esto por lo que me acuerdo de que le prometí que volvería para acompañarla al médico, y no lo he cumplido.

Rocío

Rocío no estaba contratada ni en salas de espectáculos ni en tablaos. Solo la llamaban cuando alguien requería un cuadro flamenco completo y privado. La Charo la avisaba porque cantaba muy bien para bailar, era risueña y valía para la juerga. Trampeaba la vida cantando, a lo que sumaba ganancias de otras índoles siempre disimuladas y mal pagadas. En su minúscula casa sin dormitorios, sin baño y con cortinas que hacían las veces de paredes, ella y sus hijos pasaban mucha necesidad.

Gitana rubia de Granada, tenía varios hijos de padres ausentes, alguno desaparecido y todos maltratadores. El mal de aquellos años le toco a alguno de sus hijos y estropeo su vida. La cohesión que la madre les procuraba se hizo añicos.

Rocío no tenía el cante de Jerez ni el de Utrera, trágico de ayes profundos, pero aún me emociona recordar su marcado ritmo y el tono de su voz alto y ligado cantando: ≪Tu vienes vendiendo flores, tu vienes vendiendo flores, las tuyas son amarillas, las mías de mil colores.

La escuche hace poco en una esquina de la calle Escudellers: allí estaba mi comadre sentada en una silla baja de mimbre, pero no entonaba tangos. Voceaba en alto números de lotería.

Juan

A Juan le llamaban ≪el Perro≫. Según contaba el mismo, el mote se lo pusieron de niño unos vecinos gitanos que le vieron comer unos huesos. Lo empleaban amigos y enemigos, porque reflejaba bien lo que veían en el los unos y los otros. Durante unos años compartimos casa, vida y amistad con Juan y con una de sus familias.

Juan, como muchos gitanos, tenía la apariencia de un indio guerrero de Arizona: fuerte, siempre en alerta, tenso, distante y estirado, de piel más cobriza que oscura, pelo largo y brillante peinado hacia atrás. Tocaba la guitarra en tablaos y fiestas. Su toque era escueto, sin florituras. Se le encontraba en El Patio Andaluz, en El Camarote o en El Tronío, en calles adyacentes a Escudellers, en pleno Barrio Chino barcelonés. No eran lugares turísticos ni de ambiente heterogéneo; albergaban exclusivamente a un público, catalán o no, aficionado al flamenco más puro.

Juan era solitario y respetado. Lo vi por primera vez en una terraza de la plaza Real; era verano y llevaba una camisa roja de blonda muy ajustada y transparente. Pasaba de los cuarenta y tenía dos familias. Nosotros nos fuimos a vivir con su segunda mujer, Charo, el padre de esta, Valentín, y los tres hijos de ambos. Prima lejana de Carmen Amaya, Charo era tan joven como nosotros; bailaba y cantaba con fuerza y la acompañe a muchas fiestas. Juan no faltaba a ninguno de sus dos hogares: cenaba con Charo, se iban a trabajar, volvían juntos y se quedaba con ella hasta el amanecer. Entonces se iba a un poblado del extrarradio donde vivía su otra familia, para regresar al Barrio Chino por la noche. Todo ello le acarreaba muchas complicaciones, que afrontaba escabulléndose. No tenía salario ni seguridad ninguna, dependía enteramente de los clientes, se buscaba la vida tocando de local en local, en una continua fiesta.

Pero la alegría del Barrio Chino es efímera y atenaza los destinos sin respiro. Juan murió absurda y trágicamente: una puñalada acabo con su vida. En el forcejeo de una pelea, unos amigos le sujetaron para apaciguarlo, abriendo el paso de la navaja hacia su corazón. Su muerte se lamentó profundamente porque era una persona muy querida. El agresor cumplió una condena de dos años de prisión, alegando en su defensa que Juan guardaba una pistola en la funda de la guitarra, a pesar de que sabía –como todos nosotros– que era de juguete y que, lógicamente, no fue esgrimida aquella noche. Nadie en el juicio contradijo la versión del agresor, también gitano, que había sido condenado anteriormente por un hecho similar.

El cante gitano, con su desgarro y belleza, atenúa la crueldad de la vida y el dolor que conlleva. Algo de esto debió sentir Luis cuando años más tarde pinto a Juan sobre su guitarra.

El Gato vivía de cantar y, en verano, recorría la Costa Brava con un grupo flamenco acompañando con su cante a Singla, bailaora de pies descalzos. También conducía la furgoneta que les llevaba de un lugar a otro. En cuanto acababan esas galas veraniegas, volvía al Barrio Chino, donde noche tras noche se buscaba la vida. Tenía muchos hijos. Bautizamos a uno de ellos: era nuestro compadre. Cuando las cosas empeoraron, el Gato marcho a Francia bajo la protección de una ley que, al incentivar económicamente la natalidad, atrajo a muchas familias gitanas.

[Teresa Lanceta: ≪Ciudades vividas≫, Luis Claramunt. El viatge vertical. Barcelona: MACBA, 2012, p. 235.]

El camelador

Eran tiempos de vino barato y de hambre no saciada. La comida valía su precio, y los yonquis tenían madre y familia.

A la muerte de J. el deseo asomo sin disimulo, y todos, muchachos y viejos, casados y solteros, probaron suerte con su joven viuda, que se quejaba porque era una afrenta que ella, gitana, fuera hostigada por otros gitanos a cuyas mujeres conocía. Le incordiaban especialmente las familiaridades de los que estaban lejos de despertar su interés, porque en ella había aflorado también el deseo, ¿por qué no? Ahora que J. y su padre estaban muertos, era libre y quería elegir bien.

Había tenido tres hijos y había compartido ocho años con un hombre de la edad de su padre, un hombre con dos familias: la que habían hecho juntos y la anterior, a la que nunca abandono; un hombre al que, además, se le conocían amantes. Por el amor de una de ellas lo mataron.

Eligio a Joselito. No me sorprendió: trabajaban juntos, y con ella fue el más tierno y el más camelador. Aunque la quiso mucho, y de verdad, la fragilidad de su mujer – prima hermana– y la de sus hijos, dos de ellos con invalidez, impidió que se juntaran. A pesar de ello, debió de ser un regocijo para ambos vivir su mutua pasión. Se amaron.

Valentín

Hay personas que se mecen en su mala estrella y solo la esquivan en momentos excepcionales, en los efímeros años de la etérea juventud, cuando el esplendor sobrepasa la fealdad, la mezquindad y el desánimo que más tarde se apoderan de cualquier atisbo de esperanza. Así era para Valentín. Pelo negro, de caracolillos en las puntas, fijado con brillantina, fumador empedernido, que disimulaba el alcoholismo fruto de una vida contrariada.

Como su mujer vendía flores y su única hija se buscó prontamente la vida, Valentín no tuvo que trabajar mucho. De joven, cuando las fuerzas le acompañaban, había descargado sacos en el puerto. En aquel tiempo se contrataba a dedo a los hombres arremolinados alrededor del patrón a la espera de su suerte diaria (como vuelve a ocurrir de nuevo ahora, en las plazas de los pueblos, durante la vendimia y la recogida de fruta, o para las construcciones ilegales en Atocha, sin ir más lejos). En una ocasión, una cuadrilla de hombres desembarco latas de carne escritas en un idioma extranjero. Algunos se la comieron; el no, porque, igual que a muchos otros, le daba asco la comida no gitana. Así se libró de comer carne para perro.

Cuando murió su hermana, respeto el duelo. Cuanto duro, no lo recuerdo, pero mucho más de lo que sus fuerzas le permitían. Daba compasión verlo vestido de negro y encerrado en casa. Y se abstuvo de alcohol y tabaco, sin más paliativo que la convicción de su luto.

Julián

Yo no lo recordaba, pero el sí, claro, de eso vivía: de acordarse de todo y de todas las cosas. En 1985 me lo encontré en Sevilla, semblante de hidalgo castellano intentando disimular el aire de marrano –judío converso– que le conferían su sagacidad y su afilada nariz. Cuando estaba distendido, perdía el carácter de escudero del Lazarillo y mostraba al Jean Genet que llevaba dentro el Julián de Barcelona, más crápula que el estudiante universitario de literatura que también era.

Pero no había huido de los fríos de Ávila para pasar el día en la biblioteca de la Central, sino al calor de los aledaños de la plaza Real, donde vivían tantos otros que encontraban en el devenir de aquellas calles un lugar confuso del que irradiaba luz en la oscuridad. No era que en Barcelona hubiera libertad: algunos de ellos estuvieron en la cárcel por su manifiesta homosexualidad, en aplicación de la Ley de vagos y maleantes. Pero tenían la libertad que se tomaban y que defendían con orgullo.

En los setenta, Julián residía en el Barrio Chino porque ese lugar había dejado de ser refugio de pecadores para convertirse en la casa de algunos que querían vivir con alegría y sinceridad. De allí paso a Sevilla, donde hizo de su no-trabajo un trabajo a conciencia. Enjuto, no muy alto, de busto erguido, cabeza un tanto hierática, todo el tieso excepto los brazos, que se movían de forma continua y pausada, como si fuera a abrigarse elegantemente con la capa de escudero de Lázaro.

Era un activista cultural. Su no-trabajo era amplio, e implicaba mucha atención y esfuerzo: se basaba en la creación de una red de comunicación entre desconocidos con la que el democratizaba –es decir, repartía– el peso de su subsistencia. Llegaba a casa, generalmente justo antes de comer, con uno o dos libros: uno para devolver y otro que había tomado prestado de otra casa, y que me traía para que lo leyera. Después, se llevaba alguno mío. Ejercía un buen control sobre los préstamos y las devoluciones, y con ello ofrecía una especie de servicio sociocultural, ya que, como lector, tenía un gusto exquisito.

Muchas tardes paseábamos por el rio, o por la ciudad, hasta terminar en alguna barra. En ocasiones lo invitaba al cine, a espectáculos musicales o bien a alguna corrida de toros. No era necesario hacerlo siempre, porque el también conseguía alguna entrada por su cuenta. Tenía una conversación excelente y hablábamos sobre muchos temas, especialmente de literatura o arte. Era el nexo.

Llegó a incorporar a su red incluso a un miembro de una poderosa familia de la aristocracia sevillana. No alardeaba de aquella amistad porque no debía ser con el tan generoso como algunos de sus benefactores de a pie. Pero tampoco es que fuera un correveidile. Compartió conmigo a algunos de sus amigos, como a Jesús y a Cristo. A la inversa, sin embargo, no fue posible: los míos no le encontraban la gracia suficiente, ni valoraban su vivir del aire y del cuento tanto como para pagarle las copas o invitarlo a comer. Seguramente no habían leído el Lazarillo de Tormes tantas veces como yo.

Visto como son el mundo y sus aledaños, ser gorrioncillo no es grave en este lugar de vampiros. A su muerte tampoco quedaran huellas contaminantes: gorrioncillo ecológico, vivía de excedentes, del reciclado: la ropa, los libros, el sombrero e incluso los exquisitos zapatos de piel que le robaron una de aquellas noches que paso al raso, a la orilla del Guadalquivir.

Rosas blancas en Els Jardins de Rubio i Lluch

La belleza es la sublimación del horror; eso lo desvelan tanto el arte como el fotoperiodismo.

Els Jardins de Rubio i Lluch, en el antiguo Hospital de la Santa Creu, conforman un espacio amplio, lleno de árboles y parterres con flores, que se abre a varias calles. Cerrados por la noche, durante el día acogen a un público variopinto: alumnos de la Escola Massana, usuarios de la Biblioteca de Catalunya, algunos turistas y gente del barrio que va a jugar al ajedrez, a pasear el perro o a leer en las mesitas de una liviana biblioteca al aire libre. En recovecos escondidos se bebe barato, la droga corre en exceso, y alguno esta en duermevela mientras sufre los avatares de su mala fortuna. Hay discusiones, voces altas y malos olores, compensados por el embriagante olor de la maría. Naranjos, jacarandas y, en los parterres, rosas blancas: rosas silvestres de escasos pétalos en simetría con su entorno, pétalos finos que se deshojan a la mínima corriente de aire. No hace mucho, estos jardines sufrieron una mutilación: se suprimieron los parterres cercanos a la calle Hospital, que dejaron de ser el espejo de mis alegrías o mi malestar cuando entro y salgo de la escuela en la que trabajo.

En los setenta, vivía cerca de esas livianas rosas blancas objeto de mi atención. Demasiadas agujas pinchando brazos desdibujaban el hecho de que sus tallos tuvieran o no espinas. Pero antaño, como ahora, veía en esas rosas blancas la imagen de nuestra fragilidad, de los deseos frustrados y las injusticias congénitas.

Rosas caninas, rosal silvestre, niñas, niños, mujeres y hombres, humillados y pisoteados. Rosas blancas que reflejan con nitidez el rojo de la sangre.

Lluvia

No en todos los lugares la lluvia limpia. En el Raval, sin ir más lejos, no puedo asegurar que lo haga. Hay balcones que hacen de trasteros de dudosos objetos expuestos a la intemperie, a las palomas y a la negra y aceitosa polución. Incluso los hay que son depositarios de la basura que no se baja al contenedor, así que, mientras esperaba, iba evitando que me cayera encima el agua de la lluvia que resbalaba por ellos. Como el café donde habíamos quedado estaba aún cerrado, me puse al resguardo de una minúscula entrada de portal mientras esas turbias gotas me caían de vez en cuando.

Además, si andaba y pisaba una baldosa rota o despegada –que las hay a montones–, un líquido espeso y oscuro me salpicaría las piernas. !Con todas las porquerías que lleva! !Ay!

Me moví un poco. Dos chicos pasaron rápido, ajenos a la lluvia y rozándome sin verme. Desprendían energía. Y violencia: la tenían y la esparcían. Ni siquiera llegaron a tocarme, pero sentí el nervio de sus pasos, su determinación extrema, su fuerza y su juventud expuesta a la vida.

Y me decía: andas ensimismada, camino de tu cita, pensando que todos los que respiramos el mismo aire emponzoñado formamos parte de este lugar hostil, pero no, no lo dudes: la fortuna tiene distintos bandos.

≪¿Irán al metro? ¿A levantar carteras?≫Mi pregunta estaba fuera de lugar porque, fueran donde fueran, aquel momento en el que caminaban alegres, charlando y riendo el uno y el otro, les pertenecía, era enteramente suyo: no se lo habían robado a nadie.

Invierno

Los mismos callejones oscuros, los mismos rincones sucios. ¿Familias hacinadas? Si. ¿Abandonadas? También. Un cielo pequeño al final de un pozo inverso que colorea de palidez a sus habitantes: eso es el Raval. Focos de miseria resistente en vecindad con apartamentos turísticos; la miseria siempre ha resultado atrayente por sus colores y estampas típicas, y por ser una espantosa verdad de la que el viajero se siente a salvo. Núcleos de infortunio que lindan con esplendidos edificios de habitantes transparentes. A determinadas horas, esas mismas calles también las recorren usuarios de un sinfín de productos que allí se encuentran en su espacio natural.

Sin luz diurna, la eléctrica pinchada, y sin baños. ¿Sin agua corriente? Es de suponer que así es. Si no, ¿por qué, en cuanto apenas se levanta el día, en la plaza del Pedro se ve a chicos que en la fuente llenan de agua sus grandes bidones de plástico? ¿Tan cara es el agua? ¿O es que no llega a esas casas ocupadas, que ofrecen solamente el cobijo de paredes y techo?

Cada mañana se ven carretillas y grandes bidones arrastrados por chicos somnolientos. ¿Para qué iban a hacerlo si tuvieran agua en sus casas? En estos edificios altos, de calles estrechas y escaleras empinadas, una polea cuelga en la fachada para subir y bajar los enseres. Y los muertos, ¿cómo bajan? A conveniencia, y a horas disimuladas. La basura se sigue amontonando en cualquier rincón y, a horas tempranas, las cucarachas van rápidas buscando su escondrijo. La luz las sorprende; también a las ratas.

Vamos corriendo al trabajo, el invierno se nota. El amanecer es un momento de profundo declive para quien ha dormido en la calle y nada tiene para desayunar. Para el resto, empieza el día. Medio dormida, sientes el frio camino al trabajo, pero hace poco que has dejado la cama caliente. Algunos se adelantan a pedir para un café. Tanto si les das como si no, nada palia su desasosiego, y tampoco el tuyo. Es peor que sortear cucarachas o ratones que huyen corriendo. Con esos animales no hay que implicarse, pero pasar en invierno por delante de alguien que ha mal dormido y que pide para tomar algo caliente, cruje. Mientras tanto, los jóvenes van acumulando decepciones.

No habían dado las ocho de la mañana, y sobre el pavimento se desparramaba la tierra de una maceta rota y varios enseres domésticos hechos pedazos. Procedían de un tercer piso: dos hombres se peleaban y gritaban en lo que parecía un enfrentamiento familiar; quizá por celos, quizá por excesos nocturnos, quizá por habito. Algunos transeúntes deambulaban, venían de la noche. Otros íbamos al trabajo, medio deseando las sabanas que habíamos dejado un rato antes, mientras ellos seguían enzarzados en la pasión de la disputa. La policía ya estaba en la puerta. Aquello no era extraño en el barrio; era rutinario.

El Raval se mantiene hermético, aislado y permeable a la vez; su laceriosa supervivencia hace posible su éxito. Los turistas dan el pego, parece que todo marcha bien; ese es el toque que aporta la gente joven y bella que puede elegir, que come en esos bancos que apestan a orines y a mierda apenas aprieta el sol. ¿No lo huelen? No importa: es una experiencia que acaba bajo la ducha del hotel. ¿Agua para todos?

Un mendigo con los pantalones cagados de diarrea diaria, otro con la camisa manchada de sangre y el gesto perdido comparten espacio con los que quieren turismo y aventura por poco dinero, y no mayor riesgo que alguna descomposición inoportuna (para lo que ya tienen medicamentos antidiarreicos y, en el hotel, una ducha, sabanas y toallas limpias).

Ahora, nuestra escuela está en la plaza de la Gardunya. Miro en el Diccionari y leo: ≪preso≫. Joer, estábamos en un lugar donde había habido un hospital. Y ahora estamos donde hubo una prisión. Tendremos que ser cautos si se organiza un nuevo traslado, por si esa misma tónica continua…

Vida, ahora también vida.
Y la Ch. sin dientes

La puerta de la calle está abierta, sin timbres ni telefonillos ¿Que portal esta así hoy día? Los buzones cuelgan rotos, denotando que las pocas cartas que llegan son duras mensajeras de noticias amenazadoras. La escalera pequeña, descuidada, más aún de lo que recordaba; el patio de luces abandonado, los cristales rotos. Me asome, había luces encendidas. ¿Gòtic Sud, o todavía Barrio Chino? En el segundo piso, en una habitación de eterna luz eléctrica, la Ch. está sentada en un sofá, frente al televisor, con los brazos cruzados. Hay que seguir viviendo. El Barrio Chino es curiosidad, postureo o avidez por ver una pobreza extrema de irritantes voces y penetrantes olores.

–¿Y tu marío?
–Murió de cáncer de pulmón.
–Como el mío, el padre de mi hija.

Ella estaba en su casa. La casa donde habíamos vivido juntas, donde ella era la reina, toda poderío y esplendor. Recuerdo su abundante pelo grueso y reluciente, peinado hacia atrás, que brillaba, negro, con una profundidad sin matices. Y su frente despejada. Recuerdo sus ojos intensos, alegres, brillantes de fiebre, su carnosa boca roja donde los dientes eran nieve, perfectos. Recuerdo aquel nácar explotando en una sonrisa que encendía a los hombres.

Me fui rápido. Era demasiado para ambas; sentí que había invadido su intimidad, aunque durante un tiempo la hubiéramos compartido. ≪Volveremos a vernos≫, dijimos, y es posible que lo cumplamos.

Durante un buen rato pensé en el estado del bienestar. ¿Para quién? Allí, sentada, la miseria que ya no se disimula: le faltan los dientes.

 

VIDA se llamaba, y VIDA se llama. Vida, ahora también vida.