EL LAVATORIO
Tintoretto
Un azul quebrado impregna de una irreal claridad el lienzo, un azul que transmite una atmósfera inquietante y que convierte el espacio en un lugar extraño, el territorio de una tregua: La Santa Cena ha empezado y Jesús lava los pies a sus discípulos, la situación es aparentemente tranquila pero en el aire se vislumbra el sufrimiento, la agonía y la muerte que van a llegar en las siguientes horas. Después vendrá el Reino de los Cielos pero mientras el dolor y el miedo se extienden y lo cubren todo. Los apóstoles, taciturnos, rehuyen la mirada.
En 1547 la Scuola del Santísimo Sacramento encarga a Tintoretto dos lienzos para los laterales de la capilla mayor de la Iglesia de San Marcuola de Venecia. Uno de ellos, aún in situ, es una Última Cena y el que nos compete, El lavatorio, muestra un ritual purificador narrado en el Evangelio de San Juan en el que se exhorta a la humildad y en el que se confirma a los apóstoles como los elegidos y a San Pedro como el primer Padre de la Iglesia al recoger el momento en el que Jesucristo se arrodilla ante él y le lava los pies. San Pedro se presenta como uno de los principales protagonistas, erecto y majestuoso. Su apariencia noble y recia contrasta con el aspecto popular del resto de los apóstoles, inclusive el de Jesucristo, pero no consigue captar del todo nuestra atención aún estando en un primer plano porque la escena que interpreta, motivo del encargo, carece de una ubicación privilegiada en la composición general ya que él, Jesucristo y San Juan se hallan en el extremo derecho del cuadro ocupando un espacio relativamente pequeño en una zona oscura de colores terrosos fuera de la atmósfera azul que ilumina el centro mientras el resto de los personajes están distribuidos por toda la estancia de una manera dispersa, ajenos por completo al acontecimiento narrado, en diferentes actitudes y acciones lo que abre nuevos puntos de interés y nuevas temáticas. También le merma importancia la colocación de otro apóstol en el extremo opuesto del lienzo vestido con ropa de colores muy vivos y descalzándose. Si el lienzo acabara justo detrás de la espalda de Jesucristo, con tan sólo los tres personajes sagrados, el cuadro resultante adquiriría una unidad compositiva tradicional de fácil entendimiento y de inmediata visión mientras que esta compleja composición obliga al espectador a desentrañar lo que está ante sus ojos que no se le ofrece de manera directa e inmediata. En sus composiciones, Tintoretto utiliza expresivamente los desajustes que le proporciona la perspectiva descentrada, en El lavatorio también la descentra, incluso por el formato extremadamente apaisado 210 x 533 cm, puede alejar considerablemente el punto de fuga del centro y ubicarlo en una parte extrema del lateral izquierdo del cuadro consiguiendo el propósito fundamental de la distorsión: la dramatización de lo narrado; pero si el punto de fuga descentrado le permitía exagerar gestos, volúmenes y expresiones y agitar a los personajes convulsamente hasta conseguir una catártica vibración colectiva, en El lavatorio esa continua agitación que tanto caracteriza su obra, se detiene, los gestos se ralentizan y las acciones quedan en suspenso. La perspectiva descentrada que acrecienta el drama a través del movimiento, aquí tensiona la quietud. El lavatorio es un instante de quietud. San Pedro, silueteado por un intenso contraluz, sobresale del resto de los personajes al estar situado en el lugar más alejado del punto de fuga. Se arguye que la posición del santo en el extremo lateral del lienzo pretendía dar una respuesta a su emplazamiento en uno de los laterales de la capilla de San Marcuola ya que esta disposición hacía la escena más comprensible a los devotos que entraban en la capilla. Como podemos comprobar en el Prado cuando nos movemos delante del cuadro, la escena representada, siguiendo un cuidado efecto óptico, se va moviendo con nosotros y cuando llegamos al lateral de nuestra derecha comprobamos que ese punto de vista se impone, que la perspectiva cohesiona la escena, agrupa a los personajes y a los diversos elementos de la composición y hace que San Pedro aparezca como la figura de la que emana el resto, como el verdadero y legítimo Padre de la Iglesia mientras que en la visión frontal del cuadro, tal como lo debió pintar Tintoretto, tal como nosotros lo vemos cuando nos paseamos por delante y tal como lo verían los feligreses una vez dentro de la capilla, la composición pierde la sensación de unidad aislando a los apóstoles que, ahora ensimismados y desparramados por la imponente sala y ajenos al hecho sagrado, originan múltiples focos de atención e invisibles líneas diagonales que, a su vez, forman nuevas configuraciones. Estos personajes, vistos frontalmente, no participan de la acción principal, ni siquiera manifiestan un especial interés por el acontecimiento, bien individualmente o bien en grupo cada uno se representa a sí mismo creando diversos focos de interés con una cierta desconexión entre ellos. El lavatorio exige una actividad perceptiva consciente que desentrañe lo que nos muestra. También para los fieles cristianos a los que iba dirigido el encargo, la complejidad, la dispersión y la pluralidad de creencias asomaban a su unitario mundo. Tintoretto resolvía de manera directa y con una gran libertad incluso los encargos más importantes y comprometidos en los que utilizaba una pincelada rápida, abierta y sin soluciones conclusivas (la prestezza tintorettiana); este lienzo, por el contrario, está realizado con mucha contención y sumo cuidado, como si todo fuera el fruto de una concentrada reflexión. Otra singularidad de El lavatorio es que, mientras que en la generalidad de sus composiciones las acciones de los personajes solapan la estructura que las sostiene, en este cuadro el esqueleto de la composición destaca claramente, concediéndole un protagonismo temático tan marcado que vela la acción. El armazón geométrico donde transcurre el acto sagrado crea un lugar único, misterioso y bello que engulle lo que ocurre en él. El espacio es de una enorme teatralidad. Conocedor del mundo del teatro y amigo de dramaturgos pintó lo que podría ser una puesta en escena de un auto sacramental, caracterizó a los apóstoles como actores de las comedias al uso equivalentes a la gente común y los rodeó de un escenario magnífico, de un decorado espléndido que realizó con extrema meticulosidad por lo que contrasta más si cabe esta caracterización de los discípulos. Primeramente pintó los elementos arquitectónicos, recinto, mosaico y paisaje y, una vez éstos completamente terminados, hizo la mesa (en el eje de la perspectiva principal), las banquetas y por último, a los apóstoles y sus ropajes. Para decidir la ubicación y la posición de éstos, montó una pequeña caja en la que colocaba unas minúsculas figuras de cera sobre las que proyectaba las luces y los reflejos. Después de pintados los personajes, alteró alrededor de ellos el dibujo geométrico del pavimento naturalizando la primitiva sujeción a la regla logrando visualmente con ello un mayor realismo. El pavimento ocupa la mitad inferior del cuadro, aunque su extensión parece mucho mayor. Como se aprecia a través de los RX realizados en el Museo del Prado, fue, en un principio, un damero rectangular que Tintoretto transformó posteriormente en el maravilloso pavimento que sustenta la escena. Su composición, una red de octágonos y rombos recuerda las decoraciones geométricas de las villas romanas y de las alfombras islámicas. Es el elemento verdaderamente dinámico del cuadro al conjugar la perspectiva principal con los múltiples puntos de fuga que generan los vértices de los rombos y de los octágonos. El color, malva para los rombos, azul para los octágonos y blanco para el fondo acrecienta ese dinamismo al cambiar de tono según la incidencia de la luz que en algunos puntos parece venir desde arriba alertando de que la estancia tiene por cubierta el cielo. Esta luz cenital, que niega la cubierta, nos remite a un patio. ¿Es el cielo el que colorea de azul el pavimento o el cielo es el que absorbe el azul azurita de éste? El diseño de este mosaico sigue la perspectiva con gran precisión retrotrayéndose a los principios del renacimiento clásico aunque la naturalización del dibujo geométrico alrededor de los personajes y los cambios de tonalidades de las baldosas son una respuesta a las rígidas geometrías de los mosaicos renacentistas. El color, la perspectiva y la atmósfera unifican el recinto con el paisaje y consiguen prolongar el uno en el otro. El paisaje de edificios blancos y palaciegos bordea un canal por el que navegan unas barcas y que se cierra con un arco, a través del cual, el punto de fuga se pierde en el cielo. Ramas y árboles acompañan discretamente estos edificios velando ciertas imprecisiones en la arquitectura y simulando naturaleza en el ambiente onírico del cuadro. ¿Vemos ahora una situación onírica donde quizá en el siglo XVI se veía como sagrada o mística? Como en los sueños, la escena parece estar congelada pero las ocupaciones menesterosas de los discípulos descalzándose o encorvados sobre sí mismos recuerda la humildad de los ideales místicos por lo tanto debemos pensar que el lugar era visto como sagrado no onírico. El espectador percibe la continuidad de su propio espacio en el del cuadro y siente que con un solo paso podría traspasar la superficie de la tela y andar sobre el mosaico pero no es algo que desee hacer, el dramático presagio de la tragedia se siente en el aire y la sacralidad del lugar turba. Una atmósfera tangible quiebra el ambiente. El aire se ve. El blanco, el azul azurita y los malvas invaden el espacio y la atmósfera se impregna de estos colores; los demás, el lapislázuli, los verdes, los amarillos, los rojos o el negro con los que están pintados los mantos, los personajes o los objetos, potencian relaciones y correspondencias cromáticas que vitalizan el dibujo general. En la parte central del cuadro, la claridad dibuja un gran rombo vago e irregular enmarcado por las sombras laterales. Pero la atmósfera azul no invade totalmente el cuadro, detrás de San Pedro, San Juan y de Jesús hay una zona oscura y plana donde se insinúa una sala también oscura en lo alto de unas escaleras justo encima de la cabeza de Jesús. En esa sala transcurre la Santa Cena. ¿Pretendía pintar un espejo que reflejara la Santa Cena ubicada enfrente en la iglesia de San Marcuola o es un cuadro dentro del cuadro que muestra el motivo subyacente? ¿Simbolismo o recurso pictórico? Pintado con pinceladas impresionistas, es otro punto que descentraliza la composición y obliga al espectador a focalizar la errante mirada. Esta Última Cena ocupa un espacio minúsculo en el cuadro pero resulta muy enigmática y su resolución aún más. Está realizada con una pincelada libre casi desdibujada aunque esos trazos expresionistas logran transmitir el dramático acontecimiento. La atmósfera, el pavimento o esa minúscula Ultima Cena, cada uno de estos elementos, por sí solos, harían de este cuadro el hito que es en el arte y, posiblemente, también sean las razones por las que el cuadro está en el Museo del Prado, su innegable destino. Se pintó en unos momentos duros en los que la Iglesia no podía controlar todas sus extensiones que se fragmentaban ante las nuevas creencias. Bajo estas premisas se encargó y se pintó. Es cierto que Tintoretto cumplió su encargo al adecuar la representación a las premisas de la Contrarreforma pero era un pintor e hizo una obra maestra que es lo que ahora contemplamos. Teresa Lanceta Aragonés, Alicante, enero 2007 |