Concreta 0 plantea el ornamento como reflexión y manifestación artística, en una multiplicidad que desborda la abstracción y la figuración. El ornamento trasciende el ámbito de la imagen, en una repetición hipnótica en la que el tiempo se expande y se transmuta en experiencia.
Tetera, reforma laboral y grafitis
Teresa Lanceta
1.
Según la RAE el ornamento es: «Adorno, compostura, atavío que hace vistosa una cosa». Como en otras ocasiones, la RAE empequeñece el término ya que vistoso es según el propio diccionario: «que atrae mucho la atención por su brillantez, viveza de colores o su apariencia ostentosa». ¡Cuántos logros artísticos devaluados en una simple frase!
El diccionario sostiene la misma actitud cicatera incluso cuando refiere la relación del ornamento con la arquitectura o la escultura: «ciertas piezas que se ponen para acompañar a las obras principales»,, ya que el ornamento no es un acompañante sometido, pasivo, sino participativo: está, dice y habla un lenguaje del que la arquitectura y la escultura se valen y con el que colaboran. En un claustro medieval, las columnas esculpidas, los capiteles labrados, no solo decoran, sino hablan; se hacen visibles para decirnos que en esa quietud arquitectónica del claustro nos acechan los demonios, los seres inciertos, que el mundo circundante aún bello es efímero o quizá, al contrario, que lo efímero es eterno.
Nunca juzgaríamos a un arquitecto, a un músico o a un director de cine por una obra menor, incluso por una fallida, sino son los momentos álgidos los que marcan su ubicación como creadores; tampoco consideraríamos a un pintor o a un escultor por las fantochadas que se hace en nombre de estas profesiones. Entonces, ¿por qué no se distingue, cuando se habla de ornamento, entre aquellos que son pegotes vanos que molestan más que aportan y los que contribuyen al acervo artístico? Algo que debiera hacer la RAE en honor a una parte importante de nuestra historia del arte todavía viva.
Wikipedia lo redime de la «ostentosa apariencia» que le atribuye el diccionario de la lengua española para definirlo como «elemento o composición que sirve para embellecer personas y/o cosas». Embellecer o dar belleza no es algo anodino, por lo que con este enunciado Wikipedia reconoce la fuerza, capacidad de transformación y trascendencia del ornamento pues la belleza, aunque menospreciada en ocasiones y denostada por el arte contemporáneo, es un arcano y no tendría, en absoluto, que ser desprestigiada ni asociada a la carencia de otros valores por espectadores de ojos vacuos. La belleza irradia potencia razón por la que, en determinados momentos, inquieta y sobrecoge. Transmitir esa potencia es una de las funciones del ornamento, a lo que se suma el transmitir lenguaje, pensamientos o emociones. Esos son también sus cometidos.
El ornamento puede aparecer de manera aislada, una forma como tal, como composición y como estructura. En arquitectura se ve continuamente la compatibilidad de distintos usos y enfoques.
Las cualidades artísticas del ornamento se aceptan en determinadas contextos , como en capiteles o columnatas, en esculturas, tejidos o joyas de gran valor, también se le reconoce como parte sustancial del lenguaje artístico islámico, hindú o primitivo, pero no ha tenido cabida en el arte contemporáneo occidental si exceptuamos en un contexto irónico o crítico El ornamento tiene la posibilidad de transformar en cualquier circunstancia aquello que toca y no solo en aquellos territorios aceptados como artísticos. Así es capaz de embellecer un objeto útil lo suficiente como para traspasar la cotidianeidad, la «popularidad» de éste. La facultad de enriquecer la percepción y de abstraernos en un imaginario sutil y complejo le da la posibilidad al objeto cotidiano de singularizarse, y trascender, pero, ¿es necesario que la forma o la composición del ornamento provoquen siempre una emoción o un conocimiento añadido a su utilidad para que se acepte esa valía?
Fijémonos, por ejemplo, en las teteras saharianas: son semejantes a las teteras que podemos encontrar por doquier en cualquier país musulmán, en cambio tienen unas singularidades que las hacen claramente distinguibles de las japonesas. En primer lugar hay que tener en cuenta que las similitudes estilísticas que puedan darse entre muchas de ellas no merman el valor artístico de algunas sobre otras, simplemente, como todo objeto artístico está hecho bajo la impronta de un lenguaje colectivo sobre el que, los mejores artífices, los más osados o más sabios, logran destacarse. Veamos cuál es la magia de una tetera sahariana, aquello que la hace capaz de penetrar dentro de nosotros. Voy a fijarme especialmente en uno de los componentes de la tetera: la boquilla que, por su marcada forma angulosa, podría recordarnos el baile de una serpiente hipnotizada por la música, la trompa alzada de un elefante emitiendo sonidos o el cuello de un camello. Ese conducto sinuoso esboza un diseño que por sí mismo complace a la mirada, como también logra satisfacernos el cuerpo de la tetera redondeado por la base que crece estilizándose hasta acabar en punta en la tapadera, sin olvidarnos del arabesco que siluetea el asa y los adornos más o menos útiles de colores, conseguidos amalgamando distintos metales. Todas las formas y colores que confluyen en una tetera sahariana manifiestan un profundo conocimiento sensorial de las formas de quien la ha hecho pero nada es comparable a su recóndito y trascendente cometido, al que el diseño de la boquilla contribuye de manera esencial que no es otro que la exaltación del agua.
Toda tetera rememora la imagen y los sonidos del agua que corre, trae el eco de un riachuelo que se precipita por las laderas de las altas montañas en el deshielo o del que brota en un lugar inesperado, extrayendo la vida de las entrañas ocultas de la tierra. Ese es el sonido, la música que se oye cuando la tetera se alza en alto para hacer salir a borbotones el té ardiendo sobre los vasos. Antes de ser bebido, el líquido salta y cae como una cascada, gesto que se repite varias veces por lo que el agua, el azúcar, las hojas de té y de menta se funden en uno mientras recorren la cavidad de la tetera chocando contra sus paredes, un itinerario ritual entre dentro y fuera del utensilio que concentra a las personas a su alrededor, un momento de suspendido en el tiempo en el que todos a su alrededor de una manera más o menos consciente y más o menos breve prestan atención.
En los lugares donde el agua es un bien tan preciado como escaso el sonido es pleno y fuerte de cascada, como el que producen las teteras saharianas mientras que las japonesas, cuyas asas se ubican en la parte superior, cuando vuelcan el té sobre un pequeño cuenco, ensueñan la quietud del jardín zen. Los ingleses, deudores del ritual del té, contribuyen al acervo imaginario añadiéndole una «nube» de leche a la infusión que concentra la mirada del que lo sirve y del que va a tomarlo. Mientras tanto, en nuestros bares y cafeterías se utilizan esas fallidas teteras metálicas que derraman el agua sobre la mesa sin que sea posible evitarlo. Dejadez, despilfarro y suciedad, tal como en nuestra sociedad tratamos el agua.
No se debería constreñir la universalidad del arte demandando a poblaciones de escasos recursos objetos de una exclusiva especificidad artística, en estas sociedades, un simple objeto de uso colectivo y cotidiano, puede llegar a convertirse también en un objeto artístico gracias a las decisiones tomadas en el proceso de su creación; no solo las individuales, sino las colectivas asumidas a lo largo del tiempo. Hay artesanos y hay artistas, también hay artesanos que son creadores y artistas que no lo son. Aquellos que, a lo largo de los años, han ido forjando la forma ideal de la tetera respondiendo a la relación entre la apariencia y el uso, no han rehuido la responsabilidad de manifestarse a través de sus creaciones. Afrontan la relación trascendental entre objeto, sujeto y entorno sin temor a la repetición y replica de los objetos cotidianos: «mi fantasía repentinamente hambrienta por saborear lo que es igual en todos los lugares y países»[2], al decir de Walter Benjamin, una repetición que convierte en única todas y cada de las ocasiones en las que el objeto manifiesta su presencia. Adorno o no, el ornamento es forma, composición y lenguaje.
Hemos tomado el té pero ahora sentémonos sobre un cojín marroquí. Con unos dibujos y colores de una sutileza extraordinaria, los cojines bereberes manifiestan un tipo de ornamentación distinta a la del ejemplo anterior, no a través de unas formas individualizadas y adornos diversos, sino a través de una composición que se dibuja al tiempo que se teje la estructura de la tela, es decir, el diseño forma una unidad con el tejido propiamente dicho. En este tipo de ornamentación, los elementos que componen el dibujo se igualan en valor creando un todo que incluye los enlaces y las conexiones que enlazan esos mismos dibujos. Se instaura así un ritmo que prevalece por encima de las distintas unidades y cuya expansión desemboca en composiciones abiertas e ilimitadas, una de las características esenciales de la expresión ornamental, su gran aportación al lenguaje artístico universal.
La figuración, especialmente desarrollada en el arte occidental, tiende a individualizar los elementos, a hacerlos distinguibles unos de los otros y a separarlos del entorno mientras que en las composiciones ornamentales, incluso aquellas plagadas de reminiscencias naturalistas, no existe el predominio piramidal de unos elementos sobre otros, o al menos todos participan con fuerza similar. Ante un cojín marroquí la mirada se vuelve hipnótica y se desliza por su superficie sin focalizarse, sin un punto de vista. Predominante. Esos tejidos nos muestran un mundo velado, encubierto, que se presenta sin profundidad, sin perspectiva y la mirada se mueve de un lugar a otro rebotando en uno mismo y es el interior del que lo contempla lo que éste ve. De ahí lo infinito de las composiciones ornamentales y su multiplicidad de sentidos.
Nadie como Walter Benjamin para recordarnos la infinita nostalgia del ornamento: «En seguida cobran vigencia las pretensiones que sobre el tiempo y el espacio hace el comedor de haschisch. Es sabido que son absolutamente regias. Para el que ha comido haschisch, Versalles no es lo bastante grande y la eternidad no dura demasiado. Y en el transfondo de estas inmensas dimensiones de la vivencia interior, de la duración absoluta y de un mundo espacial inconmensurable se detiene un humor maravilloso, feliz, tanto más grato cuanto que el mundo espacial y temporal es contingente».
2.
A una amiga cocinera se le acabó el contrato. A los 10 días le hicieron uno nuevo, las condiciones eran distintas: de 40 horas semanales pasaba a 35, lo que suponía unas 20 horas mensuales menos que las del anterior contrato. La firma iba unida al acuerdo tácito de hacer, como MÍNIMO, 40 horas tal como había venido haciendo hasta entonces pero ahora las cobraría bajo el sistema de horas extraordinarias, 5 €/h y bajo una disponibilidad horaria absoluta. Aunque con estas nuevas condiciones los beneficios de la empresa crezcan, entendámoslo bien, no es que solamente se favorece al jefe o al propietario, no, sino a todos, a mi amiga porque consigue no perder el trabajo y al conjunto de la sociedad porque ya no será tan gravoso pagarle el desempleo o la jubilación. Al fin y al cabo, la reforma laboral es una manera de adornar el lugar que cada uno ocupa en esta sociedad.
3.
El zapatero de Adolf Loos hoy ya no decide cómo van a ser los zapatos, ni la forma ni los adornos; tampoco controla el proceso: no es un artesano, es un obrero, un eslabón de una cadena industrial en una fábrica. Repite siempre el mismo gesto a determinada velocidad, hay mucho ruido, huele a cola y a sustancias químicas en esa pequeña nave industrial llena de máquinas. Está feliz porque el del calzado es un sector con paro endémico y con mucha economía sumergida mientras que él tiene empleo y está asegurado. La fábrica está en un polígono industrial de nueva construcción. Con la crisis, algunas naves han quedado vacías pero no tantas como para que empiecen a notarse los síntomas de abandono y de destrucción. Todavía no merodean los que vacían los edificios de cables, tuberías, ventanas y puertas arrasando con todo ni los que se refugian dentro y, una noche de invierno que han bebido un poquito de más, para calentarse hacen un fuego que se les descontrola. Por lo tanto, todavía no han aparecido los grafiteros ornamentando el desastre.
Hago en tren semanalmente unos 1100 kilómetros. Paso por cinco capitales de provincia más unas cuantas localidades de considerable población por lo que veo con asiduidad esos lugares referidos en el párrafo anterior que la industria ha liberado; lugares donde las ciudades van convirtiéndose en barrios descuajeringados, zonas degradadas entre polígonos industriales, muchos también descuajeringados. De vez en cuando aparecen los estercoleros improvisados, montones de escombros clandestinos y aguas sucias. En medio de todas estas calamidades, vemos frágiles poblados de chabolas tozudamente asentados en terrenos codiciados por constructores para allí extender urbanizaciones de casas adosadas con piscina comunitaria. Algunas ya se empezaron pero quedaron a medio hacer o a medio destruir por lo que la humillación al lugar es aún mayor. Esos territorios, contemplados diariamente por numerosas personas desde la ventana del tren, son la patria del grafiti de signos, el territorio donde las crew despliegan sus firmas. ¿Cómo serían esos recorridos kilométricos sin esas letras de colores, sin esas paredes cubiertas de composiciones caligráficas llenas de energía cromática?
Esos espacios que bordean las vías del tren no son peores por la profusión de siglas que han pintado en sus paredes sino que, gracias a los grafiteros, son mejores y sin lugar a dudas más interesantes porque esos románticos transgresores pintores de fachadas ruinosas señalan con una vitalidad y generosidad exultante el desamparo del lugar, el cierre de las empresas, la terrible belleza de la ruina y el naufragio. Los grafiteros y las crew compiten por los lugares más vistos desde los asientos del tren. Dibujan ornamentos contemporáneos, anónimos para el ajeno pero renombrados en su propio medio. Con sus trazos nos advierten que son jóvenes y, por unas horas, dueños de sí mismos y de su tiempo.
Fuera ya de la ciudad, esas paredes y esos puentes cubiertos de colores, son entretenimiento y dignidad para un paisaje en descomposición. ¿Ornamento o delito? Ornamento, las letras coloreadas con las que cubren la transformación y la descomposición y delito… el delito es lo que se oculta detrás.
De uno que fue grafitero urbano:
¿Por qué no redecorar tu recorrido en la ciudad y así dejar de estar simplemente de paso? ¿Por qué no marcar tu camino y romper el código de estética urbano basado en el gris y el salmón para alegrarnos la vista?
¿Por qué no dejamos al libre albedrío la decoración urbana del espacio público, incluso el privado y preferimos domesticar nuestra visión con esos tonos pasteles capaces de adentrarnos en un estado de hipnosis?
¿Porqué un TE QUIERO LAURA escrito en la fachada de cualquier calle de Barcelona es borrado en cuestión de horas y substituido por un curioso rectángulo gris casi del mismo tono que la pared que lo sujeta?
La sucesión de mensajes «borrados» convierte las calles en mosaicos de aburridos tonos.
Quiero volver a los mensajes de debajo de cada rectángulo y saber qué dicen antes que ver esas curiosas composiciones arbitrarias de tonos débiles.
Quiero borrar la pintura que cubre las paredes de los edificios para recubrirlas con capas de mi pintura favorita.
Quiero dejar de lado la intención egocéntrica en mis actos de creación.
El graffiti puede ser una contradicción entre el reconocimiento clandestino y la persecución social. Cualquier escritor de graffiti que escriba, dibuje o pinte graffiti, marca un espacio físico y lo habita hasta que desaparece. Suele haber una compenetración entre la adaptabilidad del espacio y el estilo del autor aunque muchas veces los dibujos son exagerados para subrayar el estilo. Entonces el objetivo primordial de ese graffiti es la expansión y visualización del ego artístico en estado puro: de ahí la contradicción entre el deseo de conseguir el anonimato, la intención de crear un estilo fácilmente reconocible y la necesidad de reconocimiento en esta sociedad anónima. Una lucha entre sociedad e individuo, entre transparencia y opacidad, entre cabeza y ego.
Es la cultura del graffiti la que mantiene mi curiosidad urbana y mi alter ego.
Arnau Brell