La alfombra roja.Museu Tèxtil i d'Indumentaria. Barcelona.1989 Design: Diego Lara. Writings: Victoria Combalia, Quico Rivas, Bert Flint y Teresa Lanceta. |
FORMAS PARA TRANSFORMARVICTORIA COMBALÍA Hace tres años que ((convivo)) con un tapiz de Teresa Lanceta. Y por lo tanto, tengo ocasión de contemplarlo cada día, de mirarlo detenidamente, con detalle, una y otra vez: pues bien, hoy como ayer sigue maravillándome su inventiva, su inagotable sensación de frescura, su poética. Ha conseguido hacerme desterrar el olvido en que tenía a las artes decorativas, incluso una cierta subestima, y al hablar de los tapices que hoy vemos en esta exposición, siento que inevitablemente me voy a referir a esta espinosa y no siempre bien tratada cuestión del arte aplicado y el Arte sin más. En 1913, Kandisnky escribía las siguientes palabras: ((Un aterrador abismo de todo tipo de preguntas, un acopio de responsabilidades se extendía ante mí. Y lo más importante de todo era: ¿qué es lo que reemplaza al objeto perdido? El peligro del ornamento se revelaba claramente; encontré simplemente repugnante la muerta apariencia de formas estilizadas... Me ocupó mucho tiempo encontrar la respuesta correcta a la pregunta ¿Con qué se reemplaza al objeto?" El peligro de1 ornamento, para Kandinsky, es sinónimo de la muerta apariencia de formas estilizadas, una bella metáfora donde la palabra clave es muerta", puesto que las formas estilizadas, y allí queremos ir, son compartidas por las artes decorativas, el arte primitivo y una buena parte de la abstracción de las vanguardias clásicas. ¿En qué difieren, dicho en otras palabras, los tejidos Kuba africanos con sus maravillosas formas primitivas de animales y personajes y ciertas figuras de Klee? En qué difieren ciertos motivos decorativos de los que aparecen en las obras de Sonia Delaunay, en las Interpenetraciones iridiscentes del futurista Balla, en ciertas obras de al abstracción geométrica? La frontera, como veremos, puede ser clara y puede ser sutil, o incluso voluntariamente ambigua. Kandinsky quería apartarse de las artes decorativas, porque deseaba encontrar un arte abstracto autosuficiente y, sobre todo, impregnado de un contenido espiritual. ( Salvo en el conocido estudio Los orígenes de la arquitectura moderna y del diseño, de Nikolaus Pevsnner, las relaciones entre artes aplicadas y el nacimiento de la abstracción están poco o mal estudiadas, topan con la clásica distinción entre artes mayores y menores (con la también clásica desvaloración de las segundas respecto a las primeras) y, además, suelen revestirse de un más o menos declarado machismo al llegar al arte producido por mujeres. Pero para poner un poco de orden en este tema, digamos, para empezar, que existe, evidentemente, jerarquía en las distintas artes. Las artes decorativas y aplicadas, como su nombre indica, están supeditadas a un uso práctico; puede decirse también que el artesano, a diferencia del artista, conoce con precisión cuál va a ser el resultado de su trabajo. Pero además, lo que separa a las artes mayores de las artes aplicadas es su distinto acercamiento conceptual, precisamente lo que señalaba (aunque parcial y ambiguamente) Kandisnky. El contenido del gran arte va más allá de los colores y formas: intenta expresar unos estados de ánimo, expresar ideas de muy diversas índole o hablar del propio arte desde el arte, todo ello a través de formas y colores, objetos, materiales y soportes diversos. Es un trabajo, desde el Renacimiento hasta nuestros días, fuertemente individual, en el que la originalidad (especialmente desde el Romanticismo) priva por encima de otras instancias. En las artes decorativas, salvo excepciones, la personalidad no es una categoría definitoria: el peso del legado de estilos y patrones es muy fuerte. Sin embargo, nadie puede negar que no haya invención, puesto que en ellas también se suceden estilos diversos y hay grandes autores de obras maestras, autores conocidos o anónimos. En cuanto a las artes aplicadas del mundo primitivo, deberíamos recordar que otras instancias se barajan en él: el simbolismo formal de sus patrones aparentemente ((abstractos)) y unos usos relacionados la mayoría de las veces con el rito, la magia o lo trascendente. En nuestro siglo, las artes decorativas han jugado un papel destacado y significativo en el conjunto de las manifestaciones artísticas. Ciertamente, pudieron estar en los orígenes de la abstracción, como referente de simplicidad estilística similar al del arte primitivo, para artistas como Kandinsky o Kupka, por ejemplo. Pero se da también el caso, que en cierto modo puede llamarse contrario, de artistas abstractos que se dedicaron al diseño de textiles u otras actividades de arte aplicado (Sonia Delaunay, las constructivistas rusas, la mayoría de los artistas de la Bauhaus). En estos ejemplos, se tiene la sensación de que la frontera entre artes aplicadas y arte puro es ficticia, porque precisamente uno de los propósitos de tales artistas era el de integrar las formas de vanguardia a la vida cotidiana. Podría decirse, sin temor a equivocarnos, que en estas ocasiones se llegaba a la cima de la compenetración entre Arte y arte aplicado. Pero aun hay otra utilización de las artes aplicadas en el siglo xx. Algunos artistas, especialmente mujeres, han tomado los tejidos o la práctica textil en general como punto de referencia de un trabajo de carácter conceptual. Cuando Miriam Schapiro, estadounidense, inventaba el llamado Peenznage (una derivación de collage y femme, mujer), cuando Rosemarie Trokel borda Cogito, Ergo Sum en una bufanda o cuando Lisa Restheiner borda también diversas letras del alfabeto fenicio en delicadas piezas rectangulares de lino, se está reconsiderando, positiva, irónica o poéticamente, las tan tradicionales labores femeninas del bordado y de los trabajos manuales. Y así, o bien se reivindica lo que por un momento (desde una óptica feminista radical de los años sesenta, por ejemplo) estuviera desvalorado, o bien se le da la vuelta a su significado, con su correspondiente resultado irónico (filosofía bordada). Desde esta perspectiva, e incluso aún desde horizontes más amplios, cabe situar el trabajo de Teresa Lanceta. Creadora de tapices ella misma, lo que en esta muestra nos propone es una relectura de los tejidos marroquíes tradicionales, en este caso, los cojines de jaima y las capas femeninas, todo ello procedente del Medio Atlas. Colocando a un lado el tejido antiguo y junto a él su propia "versión", su trabajo se acerca a los recientes apropiacionismos e incide de lleno en una órbita conceptual: por un lado, aspira a encontrar cuál es la esencialidad de estos tejidos; por otro, recrea la tradición desde su propia poética. Y así, las franjas van alternándose con motivos en forma de rombo y ella los repite, pero colocando las bandas en posición vertical, es decir, pasando de la horizontalidad de lo manual a la verticalidad de la cultura. En otras obras, Teresa Lanceta explora otra idea: las alfombras de los nómadas se caracterizan por no poseer "marco", encuadramiento; en cuanto estas tribus dejan de ser nómadas, dejan un "marco" alrededor de la alfombra: Teresa adopta esta idea del espacio vacío y la amplía, filtrada ya, en cierto modo, por la lección bien aprendida de las vanguardias occidentales, de Mondrian al constructivismo y del minimalismo a las nuevas geometrías. "El arte moderno ha aceptado ya la idea de vacío", comenta Teresa, "frente a las culturas primitivas que se caracterizan por un cierto horror vacui" Con su interpretación, además, surge la ruptura frente a los cánones de la repetición, simetría y alternancia propias de la ornamentación, para pasar a los motivos desplazados, asimétricos, aleatorios, etc., propios de una estructura compositiva. No sólo es la reubicación de franjas, sino también la selección y agrandamiento de motivos aislados, como las aspas, los zig-zags o los colores los que llenan de sentido plástico a estas obras. Aislar un color siena y un blanco, contrarrestar la horizontalidad con amplias bandas verticales de color negro, cambiar un fondo oscuro por uno claro y convertir un zigzag en suaves ondulaciones como de oleaje o de escritura, forzar la direccionalidad de una hilera de ángulos hasta convertirlos en agudas puntas de flecha, convertir un entramado de rombos en un espacio en profundidad plana (similar al de las dunas, o al de Klee) en cuyos estratos flotan formas que asemejan cristales o hasta peces... todo esto es lo que hace Teresa Lanceta. O bien, en un espectacular giro lleno de radicalidad, colocar un vestido de su madre junto a la simplicidad total de una tela de chilaba a rayas blancas y negras. El estampado "occidental", de flores dieciochescas, con su sombreado y fondo de hojarasca, con su alternancia de rosas y azules, (qué grado de barroquismo ha alcanzado si lo comparamos al arte llamado primitivo!)>, pensó Teresa. Las rosas acabaron tejidas también, como un motivo ornamental más, alternando con anchas tejidas también, como un motivo ornamental más, alternando con anchas bandas negras. Y, cosa curiosa, la textura grisácea de las rayas a primera vista blancas se convirtió, al ampliarla, en una suerte de aguas que impregnan de calidez a todo el conjunto. Como en el procedimiento de ampliación empleado por Roy Lichtenstein, una textura imperceptible o ambigua se ha convertido en una forma nueva y precisa, dotándose así de un nuevo significado (en este caso, poético). Tomar el vocabulario de los tejidos tradicionales, convertir sus colores, formas y motivos en una suerte de notas para una nueva composición musical: esto es lo que hace Teresa Lanceta. Y así, aunque recordemos, lejanamente, el lenguaje del arte primitivo, en sus manos lo vemos perennemente recomenzado, reinterpretado. Como los cubistas hicieron con la escultura africana, o como Kandindky hiciera con el arte popular ruso. Repertorio inagotable de formas para transformar. |
LAS TRES AVENTURAS DE TERESA LANCETAFRANCISCO RIVAS I. Cuestión de valor¿Cuál será el destino de nosotras las anticuadas?" . (Irma Serrano, "La Tigresa": "A calzón amarrado", Grupo Edit. Sayrols, México D.F., 1978). ¿Anticuada la Tigresa? ¿Anticuada esa mujer alucinante, la intérprete de las más desvergonzadas rancheras, actriz sin par y sin pelos en la lengua que hizo temblar los cimientos más firmes de un país, como Méjico, a prueba de terremotos y escándalos? Algunos aún sienten escalofríos cuando recuerdan la mañana que la Tigresa, al frente de sus mariachis, se plantó bajo el balcón de la alcoba del presidente de la República, -el día de la onomástica del Gusano Mayor, mote que ella misma le había endilgado-, y le cantó a voz en grito un corrido compuesto para la ocasión que pronto se haría famoso: "Yo trataba a un casado/pero ya se me acabó..." En una sociedad que ha perdido la vergüenza, el ejercicio público y astuto de la desvergüenza puede ser un purgante moral de alta graduación. Los excesos de la Tigresa no eran sólo pruebas de su extravagancia, acreditaban también un humor corrosivo y gran valor. Cuando en nombre del progreso se institucionaliza el pillaje y la hipocresía, declararme anticuada es casi un deber patriótico. Suscitar el recuerdo de la Tigresa para introducir unas reflexiones sobre el trabajo de Teresa Lanceta es otra extravagancia. Igual que la mejicana, también la española a lo largo de su trayectoria ha acreditado un valor admirable. Valor, en su caso, para circular en solitario por caminos de la geografía artística poco o nada frecuentados en la actualidad, para desarrollar una obra a contracorriente, difícil de encajar en los moldes y clasificaciones al uso. Valor, sobre todo, para urdir una trama tan apretada entre vida y obra que sólo puede haber sido entretejida con los invisibles nudos del corazón. Tres han sido, en mi opinión, las experiencias fundamentales sobre las que Teresa Lanceta ha ido tensando a lo largo de 15 años los fundamentos de su trabajo. Digo experiencias, pero también podría decir aventuras, pues, en los tres casos ha debido aventurarse en mundos muy diferentes al suyo y muy dispares entre si: el de los gitanos, el de las tribus norteafricanas del Medio Atlas y el de los artistas modernos. Frecuentaciones provechosas, cada una en su estilo, donde ha puesto a prueba el calibre de su determinación, además de nutrirse con materiales y sensaciones cuyo arte combinatoria constituye hoy su mayor patrimonio. II. El arte según los gitanos"Manto de rey es mi capa y corona mi sombrero En la transición de los años, sesenta a los setenta algunos de los poblados gitanos de más solera en la periferia de Barcelona cayeron víctimas de la piqueta. Tal fue el caso del Somorrostro, nombre de leyenda cuyo recuerdo ha quedado unido para siempre al de Los Tarantas, la irrepetible película de Rovira Veleta donde una sobrecogedora Carmen Amaya, cumplido ejemplo de artista gitana de talla universal, a la que la vida ya se le escapaba por los cuatro costados, aun era capaz de romperle el alma al más templado con solo repiquetear los nudillos sobre una mesa. Algunos gitanos jóvenes decidieron probar fortuna en el centro urbano y sentaron sus reales en los aledaños de la Plaza Real. Ahí los conoció Teresa Lanceta, por aquel entonces estudiante de Historia Moderna que hacía sus primeros pinitos con la pintura y el telar y, de vez en cuando, perdía el sueño por culpa del Blanco sobre blanco de Malevich. Para integrarse en un mundo tan cerrado y absorbente como el gitano hay que estar hecho de una fibra muy especial. Los gitanos son, como se sabe, una raza cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Un pueblo hermético, errante, apegado a sus ritos y tradiciones milenarias, conjurado en la defensa de su pureza. Poseen su propio sentido de la moral, se rigen por una Ley con mayúscula que nunca se ha puesto por escrito. A lo largo de los siglos han demostrado especial predisposición por determinados oficios: herreros, esquiladores, canasteros, buhoneros, tratantes de ganado, contrabandistas, anticuarios, peristas, chatarreros... ocupaciones que les garantizaban cierta independencia, libertad de movimiento, hoy en vía de extinción. También han dado sobradas pruebas de un genio artístico fuera de lo común. Así lo atestigua el modo originalísimo de hacer suyas formas musicales y folklóricas recogidas por el camino e impregnadas de un sentimiento y un sentido rítmico inconfundibles. Lo que comúnmente conocemos como arte flamenco no es patrimonio exclusivo de los gitanos. Mucho menos lo es, desde luego, el arte de la lidia. Sin embargo, los grandes cantaores, tocadores, bailaores y toreros gitanos han interpretado las suertes de su arte con un duende tan característico, con una cadencia tan inimitable que, si hablar de un arte gitano específico no tiene apenas fundamento, resulta imposible sustraerse al influjo del sentimiento gitano del arte. También han descollado los gitanos en disciplinas artísticas más difíciles de encuadrar, como la elocuencia, arte de la esgrima verbal (y no sólo verbal). Por contra, a pesar de su afición a las tradicionales orales, siendo como son un vivero de leyendas y novelerías salvo con todas excepciones siempre ha sido un pueblo radicalmente ágrafo, que no forzosamente analfabeto. Pero si la literatura escrita nunca ha sido santo de su devoción, mucho menos lo ha sido la pintura. No deja de resultar curioso en un pueblo de gentes tan miradas, dotadas de un sentido plástico innato para todo lo que tiene que ver con el atuendo y el adorno personal. Casi ningún gitano que haya hecho carrera con los pinceles en la mano. De momento lo más inteligente que han dicho al respecto siguen siendo los tangos que con tanta gracia cantaba La Niña de los Peines: "De Madrid han venío /varios pintores /pá pintá a la Virgen de los Dolores". En las últimas décadas numerosos artistas y críticos insisten en plantear la relación arte/vida como una espinosa ecuación o directamente como un casus belli. En su convivencia con los gitanos. Teresa Lanceta aprendió, entre otras muchas cosas, a reconocer y apreciar ese sentimiento gitano del arte, a entenderlo como un don heredado una encarnación -por eso la mayoría de los gitanos se sienten artistas de nacimiento-, a resignarse ante la evidencia de que los verdaderos artistas nunca se sienten obligados a sujetarse a una disciplina impuesta, a sobresalir en el dominio de un determinado lenguaje, ni siquiera a manifestarse, y mucho menos darse a los demás. Si el arte puede ser moneda de cambio también puede no ser nada. Y un gran artista puede limítarse a no hacer nada, siempre y cuando sepa hacerlo. Por encima de los artistas, claro está, marcando las diferencias, están los monstruos. III. Arte Textil y Pintura"En su ejecución el arte del tapiz se acerca a la música por el proceso rítmico, el gesto repetitivo de la técnica del telar, y a la pintura por su resultado final"(Bert Flint: Tapices marroquíes, Museo de Arte y Costumbres Populares, Sevilla, 1987). El 14 de septiembre de 1874 los hermanos Gongourt anotaron en su Journal: "La tapicería es un arte perdido. No es más que una laboriosa imitación negra y apagada de la pintura". No exageraban, Daban fe de la culminación del irreversible proceso de sometimiento del tapiz a la pintura iniciado en el Renacimiento. La historia en el mundo moderno de lo que, a partir de William Morris, dio en bautizarse como artes aplicadas o decorativas es ya otra cuestión. Así como los numerosos esfuerzos realizados a lo largo del siglo por desarrollar el tapiz como disciplina artística autónoma. Digo otra cuestión porque, a mi entender, el punto de partida de Teresa Lanceta es radicalmente diferente. Para ella, hoy por hoy, el tapiz puede ser-aunque desde luego no siempre lo sea- una forma de la pintura. De hecho se siente mucho más cercana a las enseñanzas y experiencias de la pintura moderna que a los discutibles experimentos de los tapiceros modernos. Siempre ha cultivado el dibujo y la pintura como actividad paralela, independiente, y no solo auxiliar. Utiliza el telar y la lana como un instrumento, un medium, con el mismo espíritu que los pintores en la actualidad siguen empleando su clásico utillaje: lienzos, pinceles pigmentos... o han decidido cambiarlos por otros nuevos. Un artista se identifica con un determinado instrumento de trabajo entre otras cosas por una cuestión de ritmo, de ritmo interior. El del telar es, sin duda, un ritmo lento, moroso, femenino. "El trabajo en sí mismo -confiesa Teresa Lanceta- es tan paciente y en cierto sentido monótono -una pasada, otra...- que la única manera de no convertirlo en algo estancado es dejar margen a la intuición y a la improvisación". El bastidor y la trama primaria la enfrentan a un punto cero de la impresión. "Una pasada, otra, un hilo, otro; empezar con las formas más primarias; unos hilos verticales cruzados por unos horizontales (...) A medida que iba haciéndolo (el tapiz de rayas) sobre unas rayas blancas y otras grises entremezclaba algunas de color (básicamente rojo y amarillo), surgían pequeñas variaciones en el punto. Quebraba las rayas para recuperarlas un poco más arriba con lo que aparecían esos ritmos diagonales que salen tantas veces en mi trabajo". Ritmos diagonales, ondulantes, superficies ajedrezadas, fantásticas geometrías, abigarrada urdimbre poblada de espirales que se sueñan caracoles, triángulos que penan como pirámides, serpientes y sarmientos, barcos y estrellas, olas y dunas, manos y tijeras, paisajes soñados, sueños abstractos. IV. Progresar hacia adentro" Las sociedades llamadas primitivas reconocen con mayor objetividad el papel desempeñado por la actividad inconsciente en la creación estética, y manipulan con sorprendente clarividencia esa vida oscura del espíritu". (Lévi-Straus: Entrevistas con G. Charbonnier, 1961). Hacia 1985 cae en manos de Teresa Lanceta una monografía sobre tapices populares marroquíes. Este hecho, en apariencia casual, iba a provocar un giro inesperado en su carrera. Fascinada por esas imágenes procedentes de un mundo lejano, movida como por un inexplicable sentimiento de cercanía, escribe al autor del libro, Bert Flint, coleccionista y estudioso holandés afincado hace décadas en Marraquech. Su respuesta no se hizo esperar: "Lo que tu estás buscando aquí se esta perdiendo". Durante cuatro años, en viajes sucesivos, Teresa Lanceta se ha aventurado por los paisajes humanos y geográficos más recónditos del Atlas marroquí. Pero no ha ido a Marruecos a hacer arqueología cultural ni a empaparse de exotismo, sino a recoger el hilo vivo de una determinada Tradición allí donde ésta no se había interrumpido. Más que a reencontrarse con el pasado buscaba, como escribía Paul Klee en 1928, "ese especialísimo tipo de progreso que lleva hacia un punto crítico del pasado, hacia aquello anterior que hizo nacer todo lo posterior". Estos viajes han sido la sustancia argumental del trabajo de Teresa Lanceta durante este período. Un trabajo que hoy se expone por primera vez en público, realizado al hilo del contacto con una naturaleza indómita aun no domesticada por el hombre, al hilo de impresiones y anécdotas a veces fugaces, a veces indelebles, siempre emocionantes. Más que investigar o traducir a su propia escala de valores el sentido ideográfico o simbólico de unas formas, Teresa Lanceta se ha dejado guiar por las huellas de esa emoción antigua y nueva. Más que desvelar sus secretos ha querido penetrar a través de ellos, familiarizarse así con el misterio de la supervivencia de una forma de estar en el mundo, de entender la vida. Cada una de sus obras se ha inspirado o, quizá, más bien ha recreado una obra original marroquí: una capa, una alfombra, una alforja, la funda de un cojín. Estas han sido elegidas por la artista no en función de su posible antigüedad o valor, aunque algunas de ellas seguramente sean antiguas y valiosas, sino atendiendo a impulsos subjetivos, imprevisibles, estéticos por llamarlos de alguna forma. Al exponer juntas sobre una misma pared Teresa Lanceta pretende dar fe de todos los matices de este proceso, aun a sabiendas que asume un gran riesgo. Me refiero a la presunción de que el punto de vista eurocentrista y acomodaticio de buena parte de los observadores se mostrará mucho más proclive a descubrir el primitivismo de sus obras que a reconocer la modernidad de las marroquíes. La enigmática y desconcertante modernidad de muchas obras de arte llamadas primitivas ha sido un tema recurrente del arte moderno desde principios de siglo. Resulta sintomático, por ejemplo, que cuando Bert Filint describe las obras textiles de las tribus nómadas del Medio Atlas utilice conceptos como composición asimétrica, ritmos diagonales, ausencia de centro visual, importancia de los detalles, indefinición de los bordes... conceptos todos ellos que podrían haber sido extraídos perfectamente del discurso de cualquier crítico de arte americano de los cincuenta hablando del espacio all-over de la nueva pintura, o cosas por el estilo. Por contra, en las tribus nómadas del desierto el proceso de sedentarización se manifiesta en sus tejidos en composiciones simétricas, definición de los bordes, organización concéntrica de los motivos decorativos, importancia cada vez mayor de los temas y figuras centrales... Se diría que, paradójicamente, mientras el progreso tiende a nivelar las formas de vida, la cultura y las costumbres de los pueblos, muchos artistas occidentales se sienten hartos de la mirada sintética, crónicamente empañada, que han heredado, añoren la mirada del nómada una mirada molecular, límpida, capaz de reconocer cada estrella por su nombre, de distinguir cada grano de arena del desierto, de medirse contra la infinitud del horizonte, la inmensidad de los espacios abiertos, la apariencia de soledad, la sensación de vacío. Pueblos y tribus, no lo olvidemos, que han sabido defender una forma de vida libre, orgullosa y, por qué no, refinada, en el marco de una civilización tan potente como la islámica, de un país como Marruecos que está dando aldabonazos en la puerta del Mercado Común Europeo. Resulta sorprendente comprobar el grado de sintonía que existe entre la obra marroquí de Teresa Lanceta y su obra anterior a 1985. En ningún momento se han producido cambios o giros bruscos. Como si ambas, las obras de antes y las de ahora, hubieran fertilizado en un mismo sustrato común, en una región perdida y semioculta entre los avatares de la historia y los vericuetos de la memoria. Esto ayuda a explicar que en Marruecos la artista siempre haya elegido como base de su trabajo "los tejidos más áridos, más minimalistas, sin centro, sin tema, abstracciones puras y duras... Partir de lo mínimo -la simple trama lineal, la raya- para alcanzar un máximo de ocupación expresiva del espacio: superficies barrocas, coloristas, de una suntuosidad inquietante y laboriosa. Al enfrentarse sobre una misma pared sus propias creaciones y las piezas originales marroquíes Teresa Lanceta nos invita a fijarnos en el fecundo y tenso diálogo que se establece entre ellas, un diálogo tejido con encuentros y desencuentros, de correspondencias y diferencias... quizá sugiere también que ese diálogo ha configurado una unidad distinta, un nuevo e inclasificable tipo de obra de arte. V. El cuento de nunca acabarLa tercera aventura de Teresa Lanceta es, en realidad, la primera, la más antigua y la más incierta. Me refiero a su relación con el mundo o mundillo del arte moderno, donde ha encontrado, curiosamente, más resistencias. Por eso, más que de aventura podríamos hablar del cuento de nunca acabar. No quiero extenderme al respecto. Tan solo señalar mi estupor al haber comprobado por mi mismo como en este mundo o mundillo famoso por su promiscuidad y anchas tragaderas, en el que todo cabe y todo vale, son muchos los artistas, marchantes y críticos que aun alimentan prejuicios contra determinadas obras no en función de su mayor o menor calidad u originalidad, sino por el simple hecho de haber sido tejidas, por ejemplo, en vez de pintadas. Algo incomprensible, desde luego, si tenemos en cuenta que el verbo pintar, en estos tiempos, engloba una inconmensurable diversidad de procedimientos y técnicas, muchos de ellos realmente inverosímiles. Lo chocante del caso es que a muchas de esas mismas personas las veamos algunas noches en locales y discotecas de moda moviendo el esqueleto al ritmo de un reggae jamaicano, un rap argelino, el último éxito de una banda de Zimbabue o la próxima bulería del Camarón de la Isla. Música y músicos con nombre propio y muchos apellidos aunque ellos, seguramente, nunca llegaran, a apreciar el eco de un tam-tam de la selva a través de los cables eléctricos. También en este campo, como en tantos otros, la música va por delante, marca el camino. |
DOS NOTAS SOBRE LA TRADICIÓN TEXTIL DEL MEDIO ATLAS MARROQUÍ Y SOBRE LAS OBRAS DE TERESABERT FLINT En los últimos 30 años, la gran mayoría de la población nómada de Marruecos ha ido construyendo casas para permitir por lo menos a parte de la familia aprovechar las ventajas de la vida sedentaria (agricultura, enseñanza, agua corriente, etc.). Sin embargo, para muchas familias tradicionalmente nómadas la base de su economía sigue siendo el ganado. Varios miembros del grupo continúan, pues, acompañando los rebaños en busca de pastos que se encuentran muchas veces a gran distancia de las casas. En las mesetas y montañas que se extienden al Sur-Este de la capital marroquí, Rabat, hasta las cercanías de Beni-Mellal e igualmente en las montañas del Medio Atlas, se ve aún hoy en día la vivienda característica de los trashumantes: con frecuencia la "jaima" o tienda. Esta está hecha enteramente de materiales textiles tanto el techo como las paredes y el suelo. Casi todos los miembros de la familia participaban en su fabricación. Aprender a tejer era parte de la educación básica tanto para los hombres como para las mujeres. La contribución masculina se limita en realidad a la fabricación de las alfombras, para hacerlas una mujer de la familia está sentada de un lado del telar para tejer la tela de fondo sobre la cual, un hombre sentado al otro lado del telar, va fijando los nudos decidiendo él también la decoración. En ciertas regiones o tribus se sigue contratando a hombres profesionales para hacerlas. De manera general, sin embargo, las alfombras están hechas ahora enteramente por las mujeres de la familia igual que todos los tapices y tejidos lisos cuya fabricación desde siempre era una exclusividad femenina. Para las fiestas se ostentan en las "paredes" de la jaima tejidos lisos ricamente decorados con una técnica que consiste en guardar en reserva por detrás de la tela los hilos de diferentes colores que se quiere volver a utilizar para la decoración siguiente. Aún hoy en día después de una sedentarización progresiva se continúa utilizando la jaima como espacio ideal para organizar las fiestas, sobre todo las fiestas colectivas y oficiales tal como la "Fiesta del Trono". En todo el Medio Atlas, esta última fiesta es la ocasión para un despliegue extraordinario de alfombras y telas tanto de fabricación antigua como reciente. Cada año se pueden observar nuevas modas en cuanto a utilización de colores por ejemplo, pero también nuevas tendencias más profundas en la manera de organizar la decoración de las alfombras y de las telas. En la tradición puramente nómada, dominaban las líneas diagonales y paralelas sin organización alrededor de un tema central sin un borde bien definido. Probablemente, como consecuencia de la sedentarización y un proceso progresivo de cambio de percepción del espacio y área del tiempo, la decoración parece organizarse cada vez más dentro de un esquema horizontal, vertical, alrededor de un eje central y una simetría más estricta. Se nota también una gran diferencia entre el trabajo hecho para el creciente mercado turístico y el que es para el consumo familiar. La expresión naif del producto turístico no tiene nada de ingenuo, sino está muy conscientemente dirigido al turista occidental que va buscando ilustraciones para su idea de un mundo infantil (o pueblos en vía de desarrollo). La verdadera tradición nómada revela, al contrario, unas organizaciones de espacio y una concepción de tiempo muy originales de gran interés para la cultura universal. Desde nuestro primer encuentro, Teresa Lanceta me habló con extraordinaria lucidez del interés que, según ella, tenía la tradición textil marroquí para el arte textil contemporáneo. Necesitaba yo su diálogo para situar mi defensa de esta tradición a un nivel más profesional. Teníamos en común la lucha por el pleno reconocimiento de este arte como expresión artística de la modernidad a igualdad con la pintura. Ella en el contexto de la civilización occidental, en que la pintura se ha constituido en un verdadero "establishment". Yo, en una situación en la cual la gran tradición textil marroquí se va entregando al comercio turístico, mientras la pintura recibe todos los favores de los medios oficiales y de la burguesía urbana como expresión artística de un Marruecos moderno. Con frecuencia, Teresa venía a Marruecos a verme. Cada vez me temía que su interés por lo marroquí disminuyera como resultado de este apetito tan occidental de modas siempre nuevas. No era contar con la seriedad de su exploración del fenómeno textil. Así el año pasado me anunció que quería trabajar la raya como elemento básico de la expresión textil inspirándose en ejemplos del Medio Atlas marroquí. Dejaré al crítico de arte formular el valor estético de la obra expuesta en su contexto contemporáneo occidental. Yo me limitará a decir lo que la raya o zonas paralelas en los tejidos del Medio Atlas me han inspirado como reflexión. Desde el principio me llamaba la atención que en los tejidos del Medio Atlas había yuxtaposición de líneas de igual valor sin que haya organización simétrica o disimétrica. Cada línea, cada detalle de ella, parecía tener la misma importancia, la misma calidad. Un conjunto que podría parecer monótono al descubrirlo como una sucesión de rayas, presenta en realidad una riqueza interior y una calidad de trabajo que nunca dejan de mantener el interés. Aquí no parece haber preocupación por la armonía o balance de las partes en relación con el conjunto serio solamente por mantener un ritmo al mismo nivel de calidad. Al reconocer mi fascinación por esta repetición de valores iguales, aunque nunca idénticos, mi sensibilidad formada dentro de la cultura occidental tuvo que abrirse (ensancharse?). Me di cuenta de que había un sistema jerárquico, quizás heredado del feudalismo europeo, en el esquema trinario clásico: introducción-tema central-conclusión. El Barroco desarrolló el contrapunto y la disimetría pero siempre en relación con un eje central. Equilibrio de volúmenes dentro de un conjunto, las proporciones del cuerpo humano sirviendo de ejemplo. Jerarquía de valores alrededor del eje humano. Descubrí que en la poesía árabe preislámica ocurre algo parecido que en los tejidos del Medio Atlas marroquí: cada verso forma una unidad inteligible independientemente del conjunto de que forma parte. Este conjunto se da como una yuxtaposición de partes iguales sin introducción, ni clímax, ni conclusión. Nos encontramos aquí con una organización del espacio- tiempo muy distinta de la europea clásica y aun moderna. La europea parece determinada por una larga tradición de vida sedentaria, de una vida social jerárquica y de una idea de evolución o progreso en el tiempo. En comparación, estos tejidos hechos dentro de una larga tradición de vida nómada sugieren unidades autónomas que se entienden como fragmentos de un espacio-tiempo indefinido. Quizás era esto lo que buscaba Kandinsky cuando reclamaba para la pintura la libertad que dentro de la cultura occidental sólo parecía tener la música. |
ESTAMPAS MARRUECASTERESA LANCETA Empecé a escribir estos breves textos sin saber muy bien cuál sería su destino, ni cuáles eran mis verdaderas intenciones. Sea cuales fueren, no tenía pretensiones literarias aunque sí he podido comprobar que escribir es un ejercicio realmente duro y, seguramente por eso, de lo más saludable. Algo he debido heredar de mi abuela Trinidad. Ella sí que posee un gran talento literario natural. Ignora olímpicamente las más elementales reglas de la puntuación y la ortografía; escribe con letras titubeantes pero con renglones firmes y consigue un efecto caligráfico de conjunto armonioso y elegante. Me escribe cartas maravillosas que, por ejemplo, empiezan así: Escribir, en mi caso, ha sido un ejercicio mucho más prosaico y utilitario. Me ha servido para organizar esa especie de aluvión que llamamos memoria. ¿Por qué algunas escenas, rostros, frases o retazos de paisaje -no siempre los que en un principio creímos más importantes o nos resultaron más espectaculares, a veces los más fugaces- nos impresionan con tanta fuerza, se graban en nuestro interior de manera indeleble y nos acompañan y afectan de por vida? ¿Por qué otros se borran para siempre? ¿Por qué misterioso desagüe interno se alejan de nosotros, desaparecen de nuestra vida? Eso me gustaría saber a mí: conocer el hilo con que está tejida la memoria y las agujas que destejen el olvido. De momento, he de conformarme con estas estampas, y al bautizarlas así pretendo dejar constancia que sólo se trata de jirones del recuerdo mal hilvanados. Estampas pintorescas que no pretenden explicar mi trabajo. Es más, he evitado cualquier reflexión sobre el mismo. Cuanto más, aspiro a que transmitan algo de la atmósfera vital, tan cálida e intensa, que me ha rodeado durante largos períodos. Del misterioso perfume de una tierra donde el secreto del arte aún resulta inseparable del arte del secreto. I. La alfombra rojaBert me acompañó hasta el autobús que iba a Ouazarzate, el zoco más importante al sur de Marrakech. Desde allí debía seguir el viaje en taxi hasta un lugar que ni siquiera conocía el nombre. Viajar en autobús por Marruecos tiene sus ventajas. Ventajas exteriores y ventajas interiores. Te facilita, por ejemplo, inolvidables visiones del espléndido paisaje, y aquél lo era en grado sumo. En su interior, un paisaje humano resulta también de lo más entretenido. Una auténtica caja de sorpresas. Y, a veces, de truenos. Hacia la mitad del trayecto subió una joven marroquí de aspecto desenvuelto. Un chico fue a despedirla desde la cuneta. Francamente, me atrajo desde el primer momento. Éramos, además, las dos únicas mujeres vestidas a la europea y para mis adentros pensé que seria estupendo establecer algún tipo de relación con ella. Parecía muy extrovertida y se mostraba de lo más efusiva con el conductor. No dejaron de charlar ni de reír un solo momento. Realmente parecía simpática, aunque no tardé mucho en comprobar que las cosas nunca son exactamente como uno se las imagina y como, en ocasiones, lo más ancestral y lo más moderno confluyen en un mismo punto, y se dan la mano. El autobús hizo un alto en una gasolinera, la chica descendió a tomar un poco el aire y ya no volvió a subir. A través de la ventanilla, vi cómo se alejaba caminando junto a un hombre. Hasta ese momento no caí en la cuenta de que su oficio no era el de maestra, como yo había imaginado, sino otro mucho más antiguo. Camino de Taznat, en un taxi atestado de pasajeros, el sol se puso tan rápido que creí que se había caído. Avanzamos unos cien kilómetros por el desierto pedregoso del Sahara. Era mi primer viaje a Marruecos, y nunca había ido tan lejos sola. Sentía como si me estuviera adentrando en un agujero negro, en uno de esos lugares donde uno puede desaparecer sin más. No pretendo adornar el relato con pinceladas románticas ni misteriosas, en realidad no sentía miedo pero durante toda la tarde procuré mantenerme en estado de alerta. Mis compañeros de viaje hablaban de kif -ésta era la única palabra que distinguía con claridad- y lo hacían con esa característica hilaridad con la que los humanos hablamos siempre de los placeres. Llegamos a Taznat de noche. A partir de ahí, yo era la única pasajera del taxi. Pacté el precio o, más bien, me resigné a ser extorsionada por un taxista que se reveló como un consumado experto tanto a la hora de adular, como a la de ejercer la grosería. A partir de ese momento, yo también decidí olvidarme de la cortesía. Supe que habíamos llegado a mi destino cuando los faros iluminaron varias figuras humanas. Me resultaba imposible distinguir las casas en aquella espesa oscuridad. Era gente de piel muy oscura y las mujeres, sin duda, eran mucho más guapas que los hombres. Perplejos leyeron la carta de Bert que yo llevaba, y luego me ofrecieron de cenar. En la habitación donde vivía la familia también reinaba la penumbra, que no me impidió distinguir la inconfundible silueta de un gran telar. Concluida la cena, los hombres desaparecieron y las mujeres nos dispusimos a dormir. Tendieron una espesa alfombra roja en el suelo y todos juntos, mujeres, hijas, cuñadas, viejas y niños nos tendimos sobre ella en un auténtico amasijo de centenares de miembros, entrelazados unos con otros, buscando los acomodos más insólitos; y cubiertos por otra alfombra dormimos hasta el amanecer. II. El primer cojínLa idea de estos trabajos empezó a rondarme por la cabeza antes de decidirme a comprar los primeros tejidos. Pero es que cuando llegó Toni Estrany, gran comprador y regateador implacable, decidí aprovechar la coyuntura, y salí a comprar con él. En un bazar, Toni escogió cuatro cojines del Medio Atlas, a los que yo añadí otros dos, con la idea de hacer una compra conjunta. Tras un ardoroso regateo, no llegamos a ningún acuerdo y nos fuimos con las manos vacías. Toni regresaba a la península al día siguiente. Antes de despedirse me encargó que le comprara sus cuatro cojines por el último precio que nos habían pedido. Volví al bazar. Con gesto complaciente volvieron a sacarme nuestros seis cojines. Comprobé que la marca que el día anterior habíamos tenido la preocupación de dejar, seguía en su sitio. Pagué y me fui. Durante el camino de vuelta intuí que algo no cuadraba. El día anterior, los dos cojines que yo había elegido me habían entusiasmado. Ahora, sin embargo, al volver a verlos, simplemente me habían gustado. Iba perpleja por mi reacción de desencanto, por tanto, volví sobre mis pasos y entré de nuevo en el bazar. No sabía muy bien porqué, a fastidiarles, supongo. -Monsieur -dije- Est-ce que mon ami a choisi seulment 6 pour le prix convenu? Yo, absolutamente aturdida y enfadada conmigo misma, tardé un buen rato en reaccionar. -Mais, ce sont ceux-ci? Yo, mirando la señal y rabiando. Me sentía estafada, pero no con el comerciante, sino conmigo misma. Lo único que acertaba a decir, una y otra vez, era: -Mais j'aimais mieux une autre. El caso es que seguí allí plantada, sin moverme. Debía tener una inmovilidad pétrea porque después de algún tiempo Mohamed, que así se llamaba, me dio una coartada para un crimen que no me había ni olido: que quizás se habría confundido. Rápidamente hice que Mohamed volviera a sacarme todos los cojines que tenía en la tienda. Entre ellos apareció el que la víspera me había emocionado tanto. Apenas lo recordaba, pero al verlo, lo reconocí inmediatamente. Hoy, conociendo más los tejidos de esa región, he llegado a entender el porqué de su actitud y el porqué de mi elección. De ese primer cojín he hecho, muy a gusto, dos versiones. III. Hotel SouríaDe la dueña de aquel hotel conservo muchos recuerdos, a cual peor. Y aunque después de larguísimas estancias me liberé de sus garras mudándome al hotel de enfrente, necesito que pasen muchísimos años para recordar alguna de sus ((excelencias)) sin alterarme profundamente. Así es que mejor cuento una escena familiar que presencié escondida en la terraza: Era de noche. Una noche apacible. Estaba sola en mi habitación cuando escuché unos gritos espeluznantes de mujer. Alarmada, me asomé a la terraza, no tanto por ver si podía servir de ayuda, como por comprobar si era cuestión de salir huyendo de aquel lugar. En un rincón del patio, de estilo andalusí, la nieta de la dueña forcejeaba con su tío. Su brava resistencia fue inútil, y aquel animal terminó por reducirla y echarla al suelo a horcajadas. Ella gritaba y sollozaba. Al rato se hizo el silencio. Cesó la lucha. Terminaron los chillidos. La chica se incorporó y volvió a sus obligaciones, como si tal cosa. Todos tan amigos. Allí no había pasado nada. En el suelo, apareció una mancha negra que la vieja, con expresión de dulzura, limpió con una escoba y una pala. Era la melena de la alegre muchacha. IV. El zoco de la lanaEl zoco de la lana no es exactamente un lugar maravilloso, pero, a pesar de sus muchos inconvenientes, es el que prefiero. Está emplazado en pleno zoco, y para visitarlo hay que madrugar muchísimo. En realidad, termina antes de que los demás bazares hayan empezado siquiera a abrir sus puertas. Está ubicado en una plaza bastante destartalada, a la que es imposible acceder, sin ser estrujada por una gran multitud que bloquea la puerta de acceso. Infinidad de personas compran y venden ropa usada, vigilando con un ojo la mercancía, y con el otro la posible llegada de la policía para echar a correr. Ambos inconvenientes, la hora y esa barrera humana, por la que literalmente hay que trepar para acceder a la plaza, hacen que sea un lugar que nunca visitan los extranjeros. Esto tiene la ventaja de que allí nunca me he sentido como una presa de caza. Más bien despierto indiferencia. En el zoco de la lana hay un hombre que, por su aspecto y su comportamiento, es la imagen misma del malo de un cuento de las Mil y Una Noche en versión cinematográfica de Hollywood. Es mi principal vendedor y, aunque lo trato regularmente, siempre que lo veo siento como un escalofrío. Nos enzarzábamos en grandes discusiones para, entre imprecaciones y maldiciones, ¡llegar al precio de siempre! Yo llego a sentirme tan irritada como ellos, sólo que a ellos se les pasa en cuanto se hace el trato, y a mí me dura toda la mañana. Con el agravante de que, al tratarse de personas que vienen de las aldeas de los alrededores, no cuentan por dirhams y a veces los regateos se alargan indefinidamente, para comprobar, al final, que estamos diciendo lo mismo. Muy cerca del vendedor hay otro personaje de Hollywood: éste es uno de esos secundarios, cuyo papel consiste en hacer que Simbad yerre su camino. En la realidad es el honrado poseedor de una báscula, árbitro imparcial de las transacciones. Sentado en el suelo, lleva a cabo su trabajo -pesar la lana- con la misma solemnidad con que juzgaría a Susana y los viejos, aunque su cara haga pensar, más bien, en uno de estos últimos. Los viernes es el día de asueto, y si alguna vez olvidándolo he ido me he sentado en unos soportales que la dividen oyendo aún las voces del día anterior, sorprendida de que en aquel espacio reducido pudieran bullir tantas cosas: sacos repletos de pedacitos de xilaba, de trocitos minúsculos de piel de oveja, de ovillos de múltiples colores, lana por hilar, lana de cabra, todo ello esparcido por el suelo, defendido por su propietario. Veía a las mujeres totalmente cubiertas con pañuelos, velos, entrar y salir sin apenas detenerse. En los muros hay minúsculos almacenes, que, desde el medio de la plaza donde la luz del sol es intensísima, parecen manchas negras. Era en estos diminutos refugios donde algunas mujeres, una con la cual me unió más tarde la amistad, al abrigo de miradas indiscretas, entablaban conversación conmigo y miraban perplejas fotografías de mi trabajo. V. FátimaFátima fue la persona encargada de atenderme los días que pasé en el pueblo, pues, según decía, era la única que hablaba y entendía el francés. Sus conocimientos, en realidad, se limitaban a dos o tres frases: -Oui Madame. Nunca hubiese imaginado la cantidad de cosas que llegó a contarme con un vocabulario tan reducido. Fátima era muy joven y excepcionalmente hermosa, sin embargo, ya tenía sobrada experiencia de los sinsabores de la vida. Su madre murió siendo ella muy niña. Fue criada por su abuela, mujer curiosísima, y tuvo una infancia sin mayores problemas gracias a que su padre disfrutaba de una holgada posición. A su debido momento fue prometida en matrimonio a un joven muy apuesto y de buena familia. Se enamoraron perdidamente el uno del otro, y ambos esperaban ansiosos el día de la boda. Cuando los preparativos de la boda se encontraban ya muy avanzados, el padre de Fátima murió dejando a su familia en la ruina. Para colmo, Fátima sufrió un accidente que le dejó como secuela una suave cicatriz en los labios. Eran motivos más que sobrados para que la balanza se desnivelara en su contra. La madre del novio rompió el compromiso tras una violenta reunión en la que ella y el novio lloraron y lloraron en silencio. Fátima lloró inconsolable días enteros y supo que su novio también lloró sin cesar durante muchos días. Esta historia me la contó por primera vez una radiante mañana, mientras paseábamos por el campo de trigo que rodeaba el pueblo, y yo contemplaba su bonita figura recortándose contra el cielo. Después volvió a contármela miles de veces. Cuando yo la conocí, la habían vuelto a comprometer con un hombre de Casablanca, al que ella esperaba llegar a amar una vez que ya estuvieran casados. Se habían visto en varias ocasiones y ella siempre aprovechaba para insistirle en que los vicios eran malos y que, por amor, deberían dejarlos. Ella, el café y él, su afición a "esos polvos blancos". VI. La bodaLa idea de una boda marroquí excitaba mi fantasía y mi curiosidad antropológica. Interrogué a una mujer al respecto. Esperaba de ella toda clase de pormenores y detalles. Esto fue lo que me contestó: -Oh! Una boda marroquí es muy divertida. Después de la fiesta consiste en siete días encerrados pour le bebé, pour le bebé, pour le bebé... VII. La cabraCuando llegué a la casa, Rachida estaba en la terraza con los animales. Tenía unos diez años y se encontraba en un estado de total suciedad y dejadez, víctima de un castigo ancestral, mediante el cual intentaban moldear su carácter agreste y tempestuoso. La tarde, como casi todas en Marraqués, era magnífica. El cielo era de un azul radiante y purísimo y el Atlas se divisaba a lo lejos, imponente, con toda nitidez. La nieve cubría totalmente las montañas. Puede parecer raro, pero esta visión, contemplando a Rachida, en vez de estimularme, me hacía sentir un poco aplastada, como si me arañara los sentidos. Por alguna extraña causa, que no acierto a comprender, la belleza de la Naturaleza me producía una cierta irritación. Soy de las que piensan que las bellezas naturales están bien una vez que pertenecen al territorio de los recuerdos, o de la imaginación, pero que en la realidad hay que ser fuertes y estar prevenidos para que su indiferencia no pueda con nosotros. Nos entretuvimos juntas dándole de comer huesos de dátil a una cabra tan grande casi como un camello. Cuando ya había engullido varios ella misma se propinaba fuertes patadas en el buche para que le cupiesen más. De tanto en tanto, Rachida me prevenía con grandes aspavientos de un posible pisotón de la cabra. Yo no le hacía mucho caso y me sentía más preocupada por un posible mordisco, pero al parecer, aquella cabra había sido educada para no hacerlo. La voracidad es de por sí un espectáculo, y debo reconocer que las cabras resultan muy graciosas y entretenidas. De repente paf! mi dedo pulgar quedó hecho trizas. Durante tres días tuve que permanecer totalmente inmóvil y la cojera me duró más de quince días. Rachida y yo, entre grandes alaridos y aún mayores carcajadas, sentimos cómo la alegría de la vida volvía a entrar en nuestros angustiados corazones. VIII. La capa de los Beni WaraimEntrar en ciertos bazares del zoco produce bastante fastidio físico. Algunos bazaristas son demasiado insistentes y, una vez que te conocen, siempre te asaltan y te acosan con pesadas muestras de amistad que, en realidad, sólo esconden un interés comercial. El bazar donde encontré esta capa no era exactamente de éstos, pero le faltaba poco. Pertenecía a dos jóvenes hermanos que solían tener buenas piezas, aunque muy caras. Conozco más o menos el precio de las piezas, pero no hay que olvidar que, en un comercio basado en la oferta y la demanda absolutamente libres, los precios siempre son aleatorios. Sí uno encuentra una pieza única y demuestra un interés muy grande por ella, su valor sube automáticamente, y el comerciante también la considerará su tesoro más preciado. Para manejarse con alguna fortuna en un terreno tan ambiguo y resbaladizo, lo primero que hay que aprender es a cultivar las artes del disimulo. En mi caso, lo primero que hice fue dejar muy claro que yo carecía por completo de recursos propios, y que Luis no sentía el menor interés por esa clase de tejidos. Cosa, esta última, no muy alejada de la verdad y que a mí me ayudaba a regatear aún con más fuerza. Desde que había decidido comprar algunas piezas de tejidos marroquíes para realizar, a partir de ellas, mis propias versiones, mi principal problema radicaba en cómo delimitar el terreno. Me sentía un poco perdida entre tantas y tan variadas tradiciones textiles. Empecé, pues, comprando algunas piezas sueltas, fiándome de mi ojo y de mi intuición pero sin estar por completo segura de si iba a trabajar posteriormente sobre ellas. Fue al ver en aquel bazar aquella capa de los Beni Waraim que sentí de inmediato esa emoción indescriptible, ese extraño cosquilleo que anuncia los momentos realmente cruciales. En un instante todas mis dudas anteriores se disiparon y, como por ensalmo, fueron sustituidas por una firme determinación: mi trabajo no sólo se iba a limitar a los tejidos del Medio Atlas, sino que, entre ellos, a una parte muy especial, aquellos basados en la superposición de franjas. Si buscaba lo esencial, allí delante lo tenía en su expresión más depurada. Aquella capa, además, era especial. Aunque hubiera podido elegir entre millares -y ya había visto muchas- estoy segura de que la hubiera seguido prefiriendo a todas. Las capas de los Beni Warain son, en general, muy sobrias y austeras, pero aquella resultaba fascinante precisamente por su jovialidad. En los tejidos en general -si fuéramos sinceros diríamos que en todas las artes- hay una fuerta impronta decorativa realmente muy atractiva en sí misma, pero demasiado sometida a la costumbre y a la necesidad del uso cotidiano. Ese fuerte dominio decorativo no ha impedido que las grandes civilizaciones textiles desarrollen un lenguaje de gran carga conceptual que pone de manifiesto verdades esenciales de nuestro pensamiento y del mundo en el cual estamos inmersos. Las mujeres del Medio Atlas han radicalizado conceptos como la asimetría, la ausencia de tema central, la relación entre lo horizontal y lo vertical (cosa curiosa, las franjas son tejidas horizontalmente para ser vistas verticalmente), la igualdad en importancia de las franjas en una visión global para diferenciarse en una mirada más atenta. En ese predominio de la esencialidad sobre la decoración es cómo vi esta capa blanca de los Beni Warain, así es que me liberé como pude de los pensamientos laberínticos en que había caído e intentando poner los pies en la tierra, decidí comprarla. Regateé cuanto pude. El método que mejor domino es el de mostrarme indiferente por lo que realmente me interesa y demostrar interés por lo que está al lado. Pero lo que más me ayudó en esta ocasión es algo difícil de explicar, como una sensación de indiferencia hacia todo, hacia el bazar, hacia los dos hermanos, hacia la vida misma... esa extraña lasitud que se apodera de nosotros después de grandes emociones y que hoy, al rememorar aquel momento, vuelve a invadirme de nuevo. IX. Jadija (el hamman)En el hamnan Jadija discutía y chillaba continuamente. Yo hacía como si no fuera con ella pero me irritaba pensar que pudiera molestar a las otras mujeres y, sobre todo, nunca entendí cómo podía derrochar tantas energías en un ambiente tan dado a la laxitud como el de los baños. Jadija discutía por todo: el cubo, el espacio, las salpicaduras..., parecía aprovecharse de que en aquel recinto cálido y lleno de vapor nadie tenía interés ni ganas en llevarle la contraria. Todo lo contrario. Allí el único interés de las mujeres, somnolientas y como idas, estriba en rascarse la roña hasta dejarse la piel a tiras. Jadija nunca se encontraba a gusto en ninguna de las salas. Siempre tenía un achaque para justificarse. Cuando estábamos en la caliente decía que su corazón era demasiado débil para soportarlo. Cuando estábamos en la templada, empezaba a sentir frío... Yo sabía perfectamente que el origen de todos sus males era muy otro: pertenecía a una noble familia de Marraquech arruinada y destruida, y ésta era la razón de su soltería. La comprendía pero tampoco quería que me escamoteara los momentos más placenteros que he vivido en Marruecos. ¿Habéis leído el Cantar de los Cantares? Pues es el único ejemplo que se me ocurre para describir lo que es un hamman. Cada vez que Jadija sufría uno de sus frecuentes arrebatos, mi táctica consistía en hacer como que no iba conmigo. Ir al baño con ella era siempre una aventura pero a mí me gustaba. Cuando más extasiada me encontraba unos chillidos atroces me devolvían a la realidad bruscamente. Con malos modales Jadija me reprochaba mi forma de frotarme o me decía que debía volver a enjabonarme el pelo porque aún olía a sucio. Estos consejos, en realidad no eran sino la excusa para que ella misma me hiciera un masaje, es decir, me breara todo el cuerpo a conciencia. Así es que a pesar de que ella se niega a ir al baño de la Bahía que es mi preferido -quizá por eso mismo o quizá porque esté peleada con la encargada-, a pesar de que siempre me digo a mí misma que es la última vez, cuando vuelva a Marraqués inevitablemente le propondré ir al baño juntas, porque a pesar de todos los pesares, me gusta ir al baño con Jadija. |