Miré, recortada en el cielo, siniestra por la oscuridad, esa palmera que se erguía aislada encima del Time y que siempre miraba fijamente. Allí me quedé hasta que el maíz dejó de chocar contra la tapadera de la sartén y en la cocina se hizo el silencio. Durante unos instantes se oyeron unos golpes de martillo en el salón compitiendo con la música. Eran las cuatro de la mañana. Apoyé la frente en el cristal y seguí mirando la palmera. Pensé en ello y la sangre me dolía sólo de recordarlo y me pareció que la vida era un poco eso: estar mirando fijamente algo que apenas ves.